Vivimos como si no nos fuésemos a morir nunca.
Vamos desplegando la vida conforme a guión, completando
etapas de 24 horas, sazonando la existencia de esfuerzos, dichas pasajeras, sabores
que si no nos matan nos hacen más fuertes…y sin embargo, rara vez nos sentamos
a comentar ese hecho que nos iguala a todos y que más tarde o más temprano, nos
ha de borrar del escenario.
Así, no es raro que acabe uno desapareciendo con
demasiados asuntos pendientes revoloteando.
Acumulamos materia, nos dedicamos de pleno a poseer, a
sumar, a rellenar vacíos con sustancia palpable…y sin embargo, bien sabemos que
nada de lo que aquí importa podrá acompañarnos al otro lado.
Empeñamos el sudor de la frente en ganar el mundo a costa de perder el alma.
Me cuentan en la playa la historia de Santiago, Tito. El
protagonista trabajaba en unos astilleros. La asbestosis lo jubiló antes de
tiempo y un día el médico decretó que las manchitas del pulmón representaban células en proliferación descontrolada.
Dos hijas y una esposa. Una de ellas, F., se derrumba por sorpresa con apenas treinta y pico a sus espaldas. Marido y dos hijos. Fallo
cardiaco inesperado. L., la esposa de Tito, cuenta como su marido trataba de
reanimarla tendida en el suelo mientras F. desfilaba ya con una sonrisa en los
labios.
Un duro golpe al que habría de resistir; dos nietos que
sacar adelante, un yerno desolado. A luchar y de frente, mientras la enfermedad
va haciendo camino al andar, hasta que por fin, Tito dice hasta aquí hemos
llegado, no más química con la que avivar el combate.
Ahora la otra hija anuncia buena nueva, pronto
nacimiento. Otro motivo para aguantar un rato, no sea que me pierda algo tan
digno de presenciar, corrige Tito. Alcanza el parto y tira un año más.
Me cuentan que Tito ya no se compraba ropa, para qué
llenar el armario con cosas inútiles que después habrá que regalar.
Una mañana, hace poco, Tito pide a L. que pregunte en el
hospital si hay camas en la zona de sombra. Aguarda unos días y le conceden la
plaza. Buenas doctor, vengo para quedarme. Pero…nada de peros, que estoy muy
cansado y ya está todo hablado con mi mujer. Se acuesta, se relaja, dispone los
sentidos para tomar lenta posesión del reino de los cielos. Se despide de sus
nietos, habla a solas con su hija, toma con fuerza la mano de su esposa…y hasta
luego, ya nos vemos.
Me quedo solo sentado sobre la arena seca de la playa.
Pienso en la inmensa sabiduría que alberga en su interior alguna gente
corriente. Pienso que a lo mejor estamos perdidos mirando sin ver.
Pienso en los asuntos pendientes. En lo peligroso que es
vivir como si no nos fuésemos a morir nunca: corremos el riesgo de morir como
si no hubiésemos vivido nunca.
Foto: Rocío Brage.
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