Hace miles de millones de años, en un ignoto instante,
dicen que un chispazo inició la vida y desde entonces no ha parado de fluir.
Al principio, de la forma más sencilla que uno pueda
imaginar. Después, con el paso de los días, el sistema básico fue agregando
complejidad sobre complejidad. A partir de pequeños sucesos que habían sobrevivido
a una probabilidad cercana a cero, se perseveraba y se ampliaba la diversidad.
Sin pausa pero sin prisa. No en vano tenía la vida toda la eternidad por
delante.
Parece ser que casi antes de ayer, nos bajamos de los
árboles y echamos a caminar por la sabana, salvando mil peligros, escalando en
la cadena evolutiva sin descanso, en una huida hacia delante que nos ha traído
justo hasta hoy. A la vida ésta que vemos a través de las ventanas, de gentes que
ignoran su naturaleza feliz, navegando sobre un mundo confuso, dolido y por
veces tan extraño.
El miércoles al atardecer paseaba por las calles de una
ciudad al borde de la fiesta, abarrotada de vida incesante. Sin embargo, a mí
tergiversada visión la asaltaron señales de alarma: aquella gente parecía dudar
en todas las esquinas, alterados, convulsos, perdidos en un hervidero de voces
inconsistentes…
Un momento, aquí pasa algo, me dije delante de la
vidriera de una cafetería. No se escucha música, no hago más que tropezar con
todo el mundo, no cuento dos personas que caminen en la misma dirección…Fue así
que reparé en las caras aleladas de los parroquianos al otro lado del cristal,
prisioneros de la pantalla de plasma por donde corrían a toda velocidad una
sangría de imágenes…
El sonido histérico de una ambulancia me sobresaltó, un
tipo con un megáfono pedía paso. Volví a la pantalla de inmediato, atrapado yo
también por la carga eléctrica de la imagen. La presentadora atropellaba como
podía palabras en la boca y, a sus espaldas, un amasijo de hierros, humo y
polvo anunciaba la tragedia sin remedio.
Pronto la imagen dominó sobre el plasma y un horroroso
escenario se extendió ante mis ojos. En un lateral, un convoy ferroviario
agonizaba contra un talud de cemento, como si fuese un enorme animal herido de
muerte.
Eché a caminar aun aturdido, atento a las conversaciones ajenas
que me iban regalando una desesperada composición de lugar. Voces y más voces esculpieron
el relato.
En una plaza armé la espalda contra una silla y esperé a
que me bajase la fiebre. A veces la vida se manifiesta con las formas más
convulsas y entonces sí, nos damos cuenta de que estamos vivos.
De repente, el teléfono móvil vibró. Allí llegaba un
mensaje transoceánico que me preguntaba cómo estaba, tal vez sospechase mi
congoja aun a miles de kilómetros de distancia…
Respondí que bien, todo bien. La siguiente vibración me
anunciaba que, en algún lugar de Buenos Aires, hacía casi tanto como el
principio de aquellas imágenes de la tragedia, una pequeña hermosura llamada
Lúa, acababa de nacer…
Y allí estaba yo, aturdido, incierto, asistiendo a un
dramático conteo de vidas perdidas…con una buenaventura que me salvaba la mía.
Volví la vista al teléfono móvil como si fuese una
botella de oxigeno. Regresé a la foto reciente de Lúa que, tan frágil y cargada
de dulzura, era capaz de aliviar ella sola esa pena y todas las penas.
La vida se va viviendo a tumbos, casi nunca nos damos
cuenta de que estamos vivos.
Apenas cuando nos golpean, apenas cuando nos vienen a
regalar esperanza a cambio de nada.
Hasta siempre. Bienvenida. Aquí un amigo.
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