Había sido una mañana durísima. El teléfono
no paró de sonar desde bien temprano, y por alguna alteración astrológica, a
todo el mundo se le antojaba hablar a gritos, golpeando con energía la mesa y
amenazando con ultimátums de todo tipo.
A las tres de la tarde decidió que no
comía. En la calle un tórrido sol regaba las aceras y martillaba las cabezas de
los viandantes. Solo le apetecía borrar la jornada de un plumazo y estar en
otro sitio. Bien lejos. Cuanto antes.
Despertó a media tarde. Por los poros de la
persiana se filtraba una luz amarilla que le hizo pensar en una enfermedad
grave.
Estaba desnudo y ella, a su lado, también.
Recordó entonces: las llamadas insistentes,
los reproches, el calor demoledor…
Pasó la mano varias veces por su espalda y
por la piel rodó una gota de humedad. Ella agradeció el gesto con un par de
palabras afectivas.
Comprendió, enseguida, que allí no quedaba
mucho por hacer y además la alarma del teléfono móvil le recordó que debía de
recoger a su hija pequeña a la salida de la clase de piano.
Se levantó, dispuso la ropa sobada sobre el
cuerpo, acomodó las prendas y el pelo ante el espejo y salió sin despedirse…
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