Agosto, el mes de la vacación en esta
esquina del planeta, declina sin dejar tras de sí más rastro que una luz
extrañísima en cada atardecer, como si no se resignase a la despedida, como si
cayese un imperio del que se han de loar, ciertas o falsas, sus aventuras
muchos días después.
En uno de sus últimas fechas en el
calendario, conduzco en silencio por una carretera sinuosa, a la que no soy
ajeno en el invierno, y que discurre a la orilla del mar. Voy ensimismado,
atrapado en mil batallas que desaparecerán en cualquier inopinado instante, al
contacto mismo del aire exterior. Manejo despacio, sin prisa, hasta que veo
venir una comitiva rectilínea, hilera circunspecta de vehículos que encabeza un
coche fúnebre.
Un entierro. Cedo el paso al protagonista.
Reparo en mi indumentaria playera, en la realidad en la que me sumergiré apenas
diez minutos más tarde: arena, libro, ola, salitre, sol…por orden alfabético.
Unos van, otros vienen. Cientos de vidas
distintas compartiendo el arenal, ajenos unos a otros. Distantes docenas de
años luz. Ignorantes de las cuitas ajenas, de las penas y alegrías entreveradas
que pasean a la orilla del mar.
Una mujer en familia disfruta las últimas
horas de ocio. Mañana por la mañana conducirá unos 600 kilómetros para regresar
al hogar, en una urbe del interior. ¿Pensará, en tardes grises por venir, en
este trocito de paraíso que ahora disfruta?
B. y L., unos metros más allá, también
preparan el regreso, aunque ellos aun disfrutarán un último paseo la mañana
siguiente. Después de una docena de años juntos, se han dado cuenta, en los
últimos quince días, de que algo no marcha bien. Los silencios se volvieron
incómodos y las palabras están en retirada. ¿Disfrutarán en ese preciso lapso
de su última fotografía juntos? ¿La buscarán furtivamente en el teléfono móvil
mucho tiempo después, cuando ya nada importe?
Me he venido a enterar, casi sin querer,
que A., un sin techo del barrio, también viene a la playa de cuando en vez.
Para ello gasta kilómetros andando, con el perro que le acompaña bien cogido de
la correa. Mientras me lo cuentan, imagino que lo mismo le da dormir a la
intemperie en la ciudad que entre las dunas, al runrún del oleaje.
Y ahora qué. ¿Dónde se fueron todos mis
agostos? ¿Por qué no puedo recordar con detalle casi ninguno? Recuerdo, a lo
lejos, interminables veranos de la infancia, transitando un tiempo imposible de
llenar, dilatado y triste, malogrado en la observación insistente de lo ajeno,
bajo el signo de un aburrimiento incurable.
Haya paz.
Es hora de volver a casa en caravana. Es el
tiempo de volver a empezar, por enésima vez.
Que Dios reparta suerte y va por ustedes.
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