Un domingo cualquiera, ya casi en el
olvido, me levanto bien temprano, recojo la casa en silencio y conduzco durante
algo así como hora y media hasta llegar a la casa familiar.
Arribo a media mañana, en esa hora incierta
de las matinales dominicales, donde todo se ralentiza y transitamos como a
cámara lenta. Saludo a mis padres y departo con ellos revisando levemente los
asuntos de la semana. Pregunto por el menú del almuerzo. Después, recorro
apenas cuatro kilómetros, envuelto en una nube de músicas, y visito la
playa, paseo por los caminos de la costa,
entre los pinos…
La tarde comienza no bien finalizado el
almuerzo. Igual de lenta, igual de pacífica. Busco un recodo en el campo, bajo
una sombra que permite de refilón el impacto de los rayos del sol. Leo y
dormito a partes iguales, mientras los minutos van pasando como peregrinos en
busca del final del camino.
Besos, abrazos y regreso al hogar, donde
ingreso cansado recién estrenada la noche, atolondrado por los kilómetros de
solitaria conducción. Al rato, llega la hora de dormir, mientras permanece en
el aire ese poso de tristeza que despiden los días en rojo del calendario al
extinguirse…
D. debió de vivir un domingo parecido al
mío.
Porque él también estuvo en la casa
familiar hasta la que condujo algunos minutos menos que yo. También departió
con sus padres y hermano, y debió de disfrutar de idéntico sol, mientras los
minutos se iban arrastrando por la esfera del reloj, hasta que, igual que a mi,
le llegó la hora de regresar a casa, a las afueras de una ciudad medina, en la
que atiende un pequeño negocio que no va mal del todo y que se ubica justo
debajo del apartamento que alquila.
También él debió de percibir en el ambiente
la tristeza que queda con la extinción de los días marcados en rojo en el
calendario. Y puede que experimentase, igualmente, la necesidad de irse a
dormir, de meterse en la cama a deambular por los recuerdos de un día relajado,
saboreando tal vez un momento concreto, discreto y común, pero que por algún
motivo permanece revoloteando.
Algo así debió de ser. Lo que pasa es que,
mientras yo enhebraba ya el sueño, a D le calentaba la cabeza una idea
recurrente de la que últimamente no se podía librar, que le quemaba los pasos
con malsana voluntad. Así que, por fin, cansado de tanto lío para nada, se
metió en la bañera, amartilló el arma de un solo gesto y acomodó el cañón en el
cielo del paladar. Llegado ese momento, un leve gesto, un pulso incontrolado, puede
cambiarlo todo para siempre.
Y así fue, por los siglos de los siglos,
amén.
He venido a escribir esto, tantos domingos
después, porque ocurre que no sabría ya poner fecha en el calendario al día
referido. Para ser sincero, no recuerdo si en verdad hizo sol o no, si es
cierto que me acosté tan pronto como dije, o el duermevela se prolongó más de
la cuenta…De lo que sin duda ya no me podré olvidar, es
de la madre y el padre de D.
Y como siempre, esta es la única manera que se me ocurre de exorcizar tanto dolor.
Y como siempre, esta es la única manera que se me ocurre de exorcizar tanto dolor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario