Ya no quedan paraísos.
Con el correr del tiempo, los paseos a solas y los monólogos
íntimos hasta el amanecer, pasaron a engrosar el recuerdo. A lo largo del perímetro
de costa se levantaban edificios y en el mejor arenal de la isla florecieron un
par de chiringuitos abiertos hasta la madrugada.
La música se trufaba con el salitre en el aire de la noche.
Siempre olía a pescado a la parrilla, a aceite refrito, a crema solar. Por lo
demás, imposible refugiarse en el silencio.
Robinson mesó los cabellos de la barba una vez más y recordó los
viejos tiempos, donde podía campar a sus anchas por cuanto recoveco de la isla
se le antojase, sin miedo a topar con nada que no fuesen sus propias huellas en
la arena.
Ahora era distinto, muy distinto. Los apartamentos se alquilaban
por quincenas. Había docenas de puestos con bermudas y chancletas. Cualquier idioma
no era el suyo. Inútil pensar, encontrar el aliento secreto que le permite a
uno vivir en paz consigo mismo.
Un todo terreno rugió en la pista de tierra y pronto, al
abrirse las puertas, descendió una marabunta de cuerpos bronceados y tersos,
acompasados por el ritmo enfermizo de un bombo ensordecedor.
Sobre la duna, con los pantalones raidos y la piel
curtida por el iodo, Robinson cerró los ojos, levantó la cabeza al azul y deseo
con todas sus fuerzas que fuese otoño cuanto antes.
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