Tener un destino requiere obrar con libertad y aceptar las
consecuencias de nuestros actos.
Y sólo si creemos ciegamente en nuestro destino, seremos
dignos de cada día, no flaquearemos, tendremos la arrebatadora felicidad de
alguien que sabe que hace lo que debe y no otra cosa.
Uno se mira al espejo y se sorprende con la distancia que
va desde lo que ve a lo que recordaba. A
veces sucede así y no hay nada que hacer. Resta preguntarte, ¿dónde has estado
todos estos años? ¿a qué te has dedicado? ¿qué es de tu vida? ¿y ahora qué?
Silencio.
L. es monja y vive en una aldea cerca de Douala, en
Camerún. Trabaja en un centro para enfermos mentales, sobre todo niños, aunque
en la precariedad ya se sabe, se atiende todo. Las historias de este centro de
las Madres Hospitalarias son interminables, los ejemplos no se agotan nunca.
Podríamos poner nombre a los protagonistas y no dejaríamos ni de conmovernos ni
de escribir.
Me contaron la historia de L. hace tiempo y dediqué un
montón de preguntas a imaginar cómo sería su día a día. La gente así me resulta
mágica, fuera del mundo. Debe de ser una sensación gigante saber que haces en
cada momento lo que debes, no vivir en incertidumbre ni un solo segundo.
L. siempre sonríe, me dijeron. Sabe algo que sirve para
vivir, pensé yo.
Uno aparta la vista de su imagen en el espejo, convencido
de que el día, tal vez la semana, no dan para más. Piensa qué hará L. en ese
preciso instante.
Uno recuerda que es como un mueble viejo arrumbado en la
azotea. Que tiene por única tarea la triste misión de observar y contar, igual
que si padeciese por destino alguna extraña enfermedad incurable.
Tocado y hundido.
http://www.hospitalarias.org/index.php/cooperacion-al-desarrollo
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