El viajero, entonces, toma lentamente posesión de la
situación y decide. Es tarde para todo. Las calles vacías se sirven de una luz
demasiado amarilla que solo es útil para fabricar sombras.
En casa, tan lejos, no le espera nadie. Acaso unas
zapatillas a la deriva, debajo de la cama, y un montón de ropa sin suerte que
aguarda ser planchada.
Está solo y caminando al azar ha tropezado por fin con un
hotel que puede valer. Mañana será otro día, sentencia.
¿Será?
Así sea, concede la vida.
Amanece en Guarda que bien guardó sus sueños. A los pies
de Serra da Estrela. Una amiga le dijo que en tal sitio sólo se podía aguardar tocar la luna con los dedos. Aunque la luna está
lejos, nada es imposible si se desea con toda el alma.
Ya en el camino, al viajero le parece que las carreteras
llevan demasiado allá y a veces desearía que nada más estuviese a su alcance
imaginar los lugares por los que transita.
Las coordenadas geográficas lo circunscriben a un
rinconcito mágico del mundo. En el espacio que ocupa, los días tienen la
particularidad de volverse casi, casi eternos. Uno se despista y no es difícil
que una jornada acabe pareciendo una vida entera.
Viajar a solas permite hablarte de usted. Vivir por un
rato en la frontera de uno mismo. El paisaje descarnado le recuerda a su
interior. La tierra viva también soporta en su rostro el peso de los años.
Semeja que camine por el tiempo que nadie recuerda. De vez en cuando, un
automóvil en dirección contraria le devuelve que está vivo, que tiene un
nombre, un presente más o menos cierto.
Seia es apacible. El viajero se sienta en la terraza de Zé Manuel, al borde del camino, y se
entretiene contando pulsaciones. En la iglesia de la Misericordia, ausente de
materia humana, los cuadros de Lucas Marrão
disertan en susurros acerca del principio del mundo, el perdón y la redención.
A Gouveia llega el viajero cansado pero inmerso en una
sensación de paz embriagadora. Es el final de la tarde. Sobre su espalda
cabalga el peso de glaciaciones y miles de metros de roca.
Gouveia es apacible como el desamor que no importa.
El sol del otoño invita al viajero a perderse con
reincidencia por calles que, a la postre, acaba por memorizar e incorporar a su
geografía secreta.
El ayuntamiento abre sus puertas y el viajero se interna
hasta alcanzar un atrio baldío cuya sobriedad solo se ve quebrantada por el
crepitar del agua de un grifo sobre un estanque. Con la esperanza de un motivo
que le ayude a volver a casa, pasea los corredores hasta que tropieza con las
instrucciones precisas:
A eternidade não se
mide pela sua duração mais pela intensidade con que a vivemos.
Virgilio Ferreira “Contra
Corrente”
De regreso, la luna tampoco se deja tocar pero acepta
descontar kilómetros con el viajero.
Ella es así, puede caminar contigo toda la noche, pero
jamás caminará por ti.
no se puede ver el video.
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