Ya nadie se acuerda, pero la primera vez
que se vino abajo un edificio en la ciudad, se armó un buen revuelo. Fue
portada en los dos periódicos locales y la televisión abrió el telediario con
la noticia.
Hoy el suceso se pierde en las hemerotecas
sin pena ni gloria y en el solar sigue ondeando el mismo esqueleto sin vida.
Una estructura de vigas podridas y sendas paredes de otras viviendas, componen
un triste hueco de aire por el que ver pasar las nubes.
Después de aquel primero, vinieron muchos
más, y con el incremento de la frecuencia se fueron apagando los flashes, las cámaras
fundieron a negro y hasta los ojos más atentos cambian de acera cada vez que
una reliquia arquitectónica se viene abajo.
No es una ciudad muy grande. Medio pelo.
Rodeada de mar por todas partes menos por una, con una muralla que delimita su
perímetro. Una lengua de tierra sobre la que florecen enormes grúas varadas, a
modo de animales prehistóricos disecados.
Allí nada se mueve. O envejeció o está en
ello. Hasta los jóvenes semejan ancianos, a decir de la lentitud de su ritmo
cardiaco. Nadie se altera, nadie cambia el paso o desfigura el rictus elegante…y
mientras tanto, la epidemia continúa avanzando.
Los edificios se cierran a cal y canto. La
lluvia sin misericordia los orada y destiñe. El viento del sur los sacude sobre
sus cimientos y, por fin, un buen día se desmoronan. De una sola vez o a
milésimas partes que acaban por componer un todo sin que nadie sepa cómo. El
desalojo avanza como un ejército sin piedad: edificios, manzanas, barrios.
Llegará el día en que los derrumbes se
cuenten por docenas. Y caminaremos impasibles entre escombros que ningún operario se molesta en retirar, atentos a los recuerdos ajenos que asoman entre los restos, prisioneros
de una fiebre que nos torna inmunes ante tanta derrota.
Recojo los cubiertos del desayuno. Afuera
aun no amaneció. Tengo la ventana abierta por la que va ingresando el ambiente
húmedo. A lo lejos, un zumbido de coches. De repente, suena en el horizonte un
trueno que tarda en disolverse…
La ciudad prosigue su derrumbe, sin prisa
pero sin pausa.
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