Lo cierto es que había decidido quedarse allí
parada. Inmóvil mientras anochecía. Poseída de una acompasada respiración
mimetizada con el ritmo del entorno. Sin porqués a la vista, que tampoco le
parecieron ni necesarios, ni útiles.
El pie dentro del agua salada le hizo
recordar a los finales de verano de su infancia, que se dibujaban en su memoria
como una suave canción de cuna tras una larga e intensa jornada. En efecto, así eran los días de su infancia, largos e intensos.
Éste, en cambio, tenía traza de un parto
con complicaciones. Si a aquellas horas aún mantenía el pie dentro del agua,
era porque la temperatura se disparaba al alza, teniendo en cuenta la variable
espacio/temporal que lo volvía todo relativo.
Por otra parte, en el horizonte se
arremolinaban nubes en un gurruño frenético, con un frente de banda de varias
millas y una carga letal de sombras y malos pensamientos. En breve tocaría
tierra y arrasaría cuanta materia topase a su paso.
No muy lejos el suelo temblaba, sin
saberse a ciencia cierta si de miedo o de dolor. Rasgando y abriendo las
entrañas como un puñal en la mantequilla.
Por su parte, el océano se batía en retirada kilómetros a
dentro, en un extraña estrategia de nadar y esconder la ropa. Desaparecía la
luz artificial y se anegaban las calles por la tormenta. Se tuvo también noticia de
animales variados entregados a la carrera descontrolada o limitando lo prescindible en favor
de lo vital.
El gran eclipse llegó y colapsó voluntades con una fuerza irrefrenable. Existe registro escrito de al menos medio centenar personas que frenaron en seco,
dispuestos a torcer contra corriente el cauce de sus vidas. Hubo quien se fue
de casa para no tener que cenar lo mismo cada noche y quien optó por
encaramarse en lo alto de un puente, sin más pertrecho que un número en la
lista de espera para el salto al vacío.
Sí, el mundo se moría por desaparecer y tal vez éste sería el intento que cuajase. La lengua con la que se lamía las heridas estaba reseca.
Y mientras cientos de miles de almas se
agitaban en ebullición irrefrenable, ella había decidido quedarse quieta, en
penumbra, practicando los ejercicios de respiración que le habían enseñado en
el centro cultural de su barrio.
No era tiempo de echar a correr. Amanecería
un nuevo mundo, estaba convencida. Y con toda seguridad tampoco sería esta vez
el último.
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