El
mundo desde la azotea, es una rareza nunca antes conocida. Un espectáculo idéntico
en las formas, pero profundamente diferente en el fondo. Se trata de una
cuestión sutil, si bien el hilo de sutilezas se extiende sin interrupción hasta
el infinito.
Ayer,
el Presidente apareció en la televisión con gesto grave, impecable traje de
luto y corbata esperanza, a decirnos que hasta nueva orden, quedaba vetada la
vida tal y como la conocemos. Fue una comparecencia con pausas medidas, en las
que cabía una pequeña taquicardia a punto de cobrarse su presa.
Al
concluir, decidí combatir la disnea repentina con un trago de aire fresco. Abrí
el ventanal y aproximé dos pasos en el exterior, temeroso de que la estricta
combinación de gases que permite la vida desde hace miles de años, hubiese sido
alterada sin remedio.
Fue
cayendo la noche. Cautivo y desamado, me dejé llevar por las circunstancias.
Edificios abarrotados de luces como nunca antes había contemplado. Sospechado
bullicio interior. Quejas, lamentos, golpes inciertos que navegan desde los
cuatro puntos cardinales. Calles desoladas.
He
pensado que, tal vez, la madre tierra ha dicho basta y frenado en seco este
alocado sinsentido. Puede que cansada de tanta ignorancia, tanto desdén, tanto menosprecio,
tanto maltrato injustificado. Gritó insurrección. Frenó de repente, pero no sin
avisar antes. Frenó como último golpe de efecto antes de la gran involución. Y
la vida se detuvo en su forma conocida.
Ahora
volvemos a ser frágiles y pequeñitos, seres violentados por la perseverancia de
un miasma ridículo que no alcanza ni para ser vivo. Ya no tenemos prisa por
llegar a una docena de sitios en la misma mañana. Las ristras de coches no
escupen su veneno continuo, en ese enfermizo devenir de todas direcciones y
hacia ninguna parte. No abarrotamos centros comerciales y devoramos uno tras
otro, productos que ni satisfacen ni satisfarán tanta frustración, tanta
abrumadora frustración. No agolpamos comedores donde distribuyen exquisitos
bocados, mientras los famélicos se agolpan al otro lado de la valla. No
compramos billetes de aviones transoceánicos que nos depositen en esos lugares
memorables donde las fotos lucen tan bien. No encadenamos cada segundo de vida
a la esclavitud de lo material. En un suspiro nos hemos vuelto mortales,
asequibles al aliento frío.
Caeremos por miles, mañana en la batalla.
Se
echó la noche encima y me tomó de la mano el frío. Recuerdo una sombra
corriendo por la avenida, como alma en pena.
Al
despertar esta mañana, a la luz del nuevo día, el primer contacto visual fue
con un Mirlo en la cima de un árbol desnudo. En el campo mojado, sus socios
disfrutaban del nuevo mundo. Son ellos los nuevos amos de la ciudad.
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