domingo, 15 de marzo de 2020

Cuarentena



El mundo desde la azotea, es una rareza nunca antes conocida. Un espectáculo idéntico en las formas, pero profundamente diferente en el fondo. Se trata de una cuestión sutil, si bien el hilo de sutilezas se extiende sin interrupción hasta el infinito.



Ayer, el Presidente apareció en la televisión con gesto grave, impecable traje de luto y corbata esperanza, a decirnos que hasta nueva orden, quedaba vetada la vida tal y como la conocemos. Fue una comparecencia con pausas medidas, en las que cabía una pequeña taquicardia a punto de cobrarse su presa.

Al concluir, decidí combatir la disnea repentina con un trago de aire fresco. Abrí el ventanal y aproximé dos pasos en el exterior, temeroso de que la estricta combinación de gases que permite la vida desde hace miles de años, hubiese sido alterada sin remedio.

Fue cayendo la noche. Cautivo y desamado, me dejé llevar por las circunstancias. Edificios abarrotados de luces como nunca antes había contemplado. Sospechado bullicio interior. Quejas, lamentos, golpes inciertos que navegan desde los cuatro puntos cardinales. Calles desoladas.

He pensado que, tal vez, la madre tierra ha dicho basta y frenado en seco este alocado sinsentido. Puede que cansada de tanta ignorancia, tanto desdén, tanto menosprecio, tanto maltrato injustificado. Gritó insurrección. Frenó de repente, pero no sin avisar antes. Frenó como último golpe de efecto antes de la gran involución. Y la vida se detuvo en su forma conocida.

Ahora volvemos a ser frágiles y pequeñitos, seres violentados por la perseverancia de un miasma ridículo que no alcanza ni para ser vivo. Ya no tenemos prisa por llegar a una docena de sitios en la misma mañana. Las ristras de coches no escupen su veneno continuo, en ese enfermizo devenir de todas direcciones y hacia ninguna parte. No abarrotamos centros comerciales y devoramos uno tras otro, productos que ni satisfacen ni satisfarán tanta frustración, tanta abrumadora frustración. No agolpamos comedores donde distribuyen exquisitos bocados, mientras los famélicos se agolpan al otro lado de la valla. No compramos billetes de aviones transoceánicos que nos depositen en esos lugares memorables donde las fotos lucen tan bien. No encadenamos cada segundo de vida a la esclavitud de lo material. En un suspiro nos hemos vuelto mortales, asequibles al aliento frío.

Caeremos por miles, mañana en la batalla.

Se echó la noche encima y me tomó de la mano el frío. Recuerdo una sombra corriendo por la avenida, como alma en pena.

Al despertar esta mañana, a la luz del nuevo día, el primer contacto visual fue con un Mirlo en la cima de un árbol desnudo. En el campo mojado, sus socios disfrutaban del nuevo mundo. Son ellos los nuevos amos de la ciudad.  

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