lunes, 25 de febrero de 2013

Método



Todas las mañanas, mientras camina hacia el trabajo, con precisión de francotirador reza sus oraciones.

Pero a veces, al final de la jornada, cuando se mete doblado en la cama, recuerda que en un despiste olvidó los maitines.

No le queda entonces más remedio que deshacerse del pijama, asearse, vestirse de nuevo, y volver a repetir el día como un sonámbulo.

Y es que, su corazón maltrecho, no tolera más derrotas.


sábado, 9 de febrero de 2013

Caridad



La ciudad y su mobiliario: bancos, farolas, semáforos, aceras, jardines, contenedores, árboles, señales de tráfico, buzones, pasos de peatones, alguna cabina abandonada a su suerte y mendigos.

El sábado por la mañana, paseo hasta el mercado de abastos, más o menos rápido en función del clima y la urgencia. Desde una plaza en el centro hasta los puestos habituales para mi compra, despliego los pasos por una calle empedrada, peatonal y concurrida.

Pues bien, a lo largo del recorrido he contado, en mis últimos ir y venir, más mendigos que cajeros de banco.

Están cosificados, constituyen piezas accesorias de las calles, entes de dudosa utilidad. Reparo en el transeúnte, lo observo con cuidado para no ser descubierto. Avanza con decisión, sin tropezar con la presencia viva y quieta a ras de suelo. Los desheredados parecen no existir.

Una pareja de policías municipales se detiene delante de uno ellos, le dan la espalda y reanudan la ronda en sentido contrario. Un distraído deja una moneda en el caldero del pedigüeño. Pero estos desamparados, huérfanos de sociedad, poseen la particularidad de ser todos el mismo.

Uno es todos.

Sí, es así. Me acerco sigilosamente a cada cual y tomo anotación precisa de los rasgos externos y sus características más evidentes. Lo suficiente como para trazar un retrato aproximado pero confiable.

Son como sigue. Están postrados de rodillas, la cabeza agachada y en posición de súplica, el caldero de las monedas alzado al frente sobre una de las manos, en el pecho un cartón con un texto introductorio de su desdicha. Todos están tristes, todos coleccionan hijos echados a perder, todos tienen un par de lóbregas enfermedades que ensombrecen su destino más cercano.

Uno es todos. Son Iguales. Sin mutaciones.

Sospecho la anomalía detrás de tan cansada estructura de repetición.

¿Quién los ordena así? ¿Quién descarga sus ganancias cada noche? ¿Quién dicta las órdenes? ¿Quién manda? ¿Quién decide sobre ellos?

Preso de una curiosidad rabiosa, sorprendido por la ceguera de la fuerza policial que patrulla ajena por las calles mojadas, este último sábado me decidí a avanzar un paso más.

Me acerqué con cuidado al primero que tuve a tiro. Me detuve a su altura y cuando mi presencia se hizo evidente al punto de llamar su atención, levantó la cabeza, me miró implorante, bajo la lluvia, con los ojos entornados. Le pregunté:

-      Dime, ¿quién te tiene así?

No tardó mucho en levantarse y desaparecer sin decir palabra.

Allí de pie, mezclándose con el gentío de piernas, troncos, brazos y cabezas, pudo por fin recuperar sus propiedades humanas y abandonar el estado latente.

¿Y si una palabra sola bastase para sanarlos?

Prueba.

viernes, 1 de febrero de 2013

Esperanza


A veces, en la cara de la gente, veo personas.

Aunque son tres cajas operando, aguardo en la que tiene una cola mayor. No se me ocurre moverme de mi sitio por nada del mundo. Llevo las cosas en la mano, como hacen la compra los malabaristas y los ociosos.

Hola, buenos días, me dice Esperanza. Respondo lo imprescindible y apunto con los ojos a todas partes. No la miro nunca cuando es mi turno, solo desde lejos y por partes.

Sobre la cinta se mueven los espárragos, el cartón de zumo, 150 gramos de algo loncheado y una bolsa con tres tomates.

- No pesaste los tomates ¿quieres ir a pesarlos?
- Es igual, déjalos.
- ¿Seguro?
- Sí.
- Entonces 6,13.

Mientras espero a que la tarjeta de crédito actúe, contemplo el uniforme de Esperanza vuelta de espaldas. Cuando regresa para entregarme la factura, sonríe. Sonríe siempre, creo que por vocación.

En el intercambio de monedas me sorprende mirando la chapa metálica en la que lleva escrito su nombre y apellidos. No puedo evitar deletrear su nombre.

Es muy morena. Tiene un pequeño lunar redondo entre las cejas, como si llevase el centro del universo inscrito en la frente. Se pinta mucho los ojos.

Vengo a verla dos o tres veces por semana y de paso compro algunas cosas. Lo necesario a estas alturas de la vida. Un día tengo que decirle algo, pienso todos los días, al tiempo que ella pasa los códigos de barras por el lector u ordena mis tres o cuatro cosas dentro de la bolsa. Algún día sucederá o algún día llegaré y no estará…

- Adiós, gracias.

Apuro el paso, quiero llegar a casa, tomar un folio, escribir algo bonito para decirle a Esperanza. Es-pe-ran-za.

Por fin arribo, dejo la bolsa sobre la mesa de la cocina, enciendo la radio, me tumbo sobre la cama, boca arriba, transeúnte, pensando frases bonitas para susurrar. Frases que repito en la cabeza una y otra vez, pero que no anoto por miedo a que el paseo descalzo sobre las baldosas frías, en busca de los instrumentos para la escritura, arruine la supuesta idea genial.

Mañana le escribo, pienso mientras espero a que caduquen los alimentos otra vez. Mañana le pido que haga las maletas. Mañana…

Cientos de palabras para no decirle nada.




Foto: Rocío Brage