La ciudad y su mobiliario: bancos, farolas, semáforos,
aceras, jardines, contenedores, árboles, señales de tráfico, buzones, pasos de
peatones, alguna cabina abandonada a su suerte y mendigos.
El sábado por la mañana, paseo hasta el mercado de
abastos, más o menos rápido en función del clima y la urgencia. Desde una plaza
en el centro hasta los puestos habituales para mi compra, despliego los pasos
por una calle empedrada, peatonal y concurrida.
Pues bien, a lo largo del recorrido he contado, en mis
últimos ir y venir, más mendigos que cajeros de banco.
Están cosificados, constituyen piezas accesorias de las
calles, entes de dudosa utilidad. Reparo en el transeúnte, lo observo con
cuidado para no ser descubierto. Avanza con decisión, sin tropezar con la
presencia viva y quieta a ras de suelo. Los desheredados parecen no existir.
Una pareja de policías municipales se detiene delante de
uno ellos, le dan la espalda y reanudan la ronda en sentido contrario. Un
distraído deja una moneda en el caldero del pedigüeño. Pero estos desamparados,
huérfanos de sociedad, poseen la particularidad de ser todos el mismo.
Uno es todos.
Sí, es así. Me acerco sigilosamente a cada cual y tomo
anotación precisa de los rasgos externos y sus características más evidentes.
Lo suficiente como para trazar un retrato aproximado pero confiable.
Son como sigue. Están postrados de rodillas, la cabeza
agachada y en posición de súplica, el
caldero de las monedas alzado al frente sobre una de las manos, en el pecho un
cartón con un texto introductorio de su desdicha. Todos están tristes, todos coleccionan
hijos echados a perder, todos tienen un par de lóbregas enfermedades que
ensombrecen su destino más cercano.
Uno es todos. Son Iguales. Sin mutaciones.
Sospecho la anomalía detrás de tan cansada estructura de
repetición.
¿Quién los ordena así? ¿Quién descarga sus ganancias cada
noche? ¿Quién dicta las órdenes? ¿Quién manda? ¿Quién decide sobre ellos?
Preso de una curiosidad rabiosa, sorprendido por la
ceguera de la fuerza policial que patrulla ajena por las calles mojadas, este
último sábado me decidí a avanzar un paso más.
Me acerqué con cuidado al primero que tuve a tiro. Me
detuve a su altura y cuando mi presencia se hizo evidente al punto de llamar su
atención, levantó la cabeza, me miró implorante, bajo la lluvia, con los ojos
entornados. Le pregunté:
-
Dime, ¿quién te tiene
así?
No tardó mucho en levantarse y desaparecer sin decir
palabra.
Allí de pie, mezclándose con el gentío de piernas,
troncos, brazos y cabezas, pudo por fin recuperar sus propiedades humanas y
abandonar el estado latente.
¿Y si una palabra sola bastase para sanarlos?
Prueba.