viernes, 25 de octubre de 2013

Rival



Todo el mundo en la oficina contaba con mi ascenso. Después de tantos años obedeciendo sin rechistar y dando la cara por un jefe sin dotes de mando, el esfuerzo ofrecía por fin sus frutos. El próximo relevo me tocaba darlo a mí.

Por eso extrañó tanto que contrataran sabia nueva para el cargo de Director General. En una organización tan conservadora, el cambio es pecado.

El personal se alegró con mi desgracia, llevo mucho tiempo ejerciendo de represor. Por los pasillos escucho risas malintencionadas y observo, en las pantallas de seguridad, disimulados gestos de satisfacción.

Cuando me presentaron al nuevo, el tipo que venía a ocupar mi destino, me sonó su cara. Fue un poco más tarde cuando recordé que era el mismo rostro que, ese mismo verano, me había ganado la final del torneo de pádel que organizamos en el club, para jolgorio de mis amistades.

El día de la presentación, las ruedas de su deportivo sonaron sobre la gravilla del parking, mientras yo daba vueltas con la llave al motor sin mucho éxito.

Mi fijé bien en él cuando pasó envuelto en una nube de polvo. Es un poco más alto que yo, un poco más moreno, un poco más joven, un poco más alegre también. Me gustó la elegancia con la que vestía aquel traje que parecía  diseñado a medida. La combinación de colores de la corbata y camisa, demasiado atrevida para mi y tan rotunda en su persona.

Descubrí que estudiamos en la misma facultad, promociones distintas. Un par de gestiones después, logré hacerme con su expediente. En todas las asignaturas tiene, al menos, medio punto más que yo.

Hoy, por fin, al llegar a casa, mi esposa me recibió con un beso cándido en la mejilla, al tiempo que me retaba a adivinar a quién había invitado a cenar. Y sí, allí estaba él, con esa sonrisa tan brillante, el pelo ondulado y perfecto, tan resuelto y decidido en cada gesto…

Me saludó  calurosamente y me fui corriendo al baño. Dijo que estaba muy contento en mi casa.

Ahora, con los pantalones bajados, sentado sobre la taza del inodoro, flexionado el tronco sobre las piernas, soporto la embestida del mareo y decido que la próxima vez que salga ahí fuera, nada volverá a ser lo mismo.

Alguien viene.

viernes, 18 de octubre de 2013

Otoño

Definitivamente, aquello era el otoño. Se desprendían manchas marrones de los árboles, la lluvia llevaba días lavando la contaminación del aire y en el cielo navegaban grises de distinta densidad.

Hacía más de diez minutos que el autobús palpitaba inmóvil sobre el asfalto. La gente se inquietaba al paso de cada segundo, pero ella había decidido no despegar, por nada del mundo, la cabeza del vidrio, salpicado por microgotas que se deslizaban como lágrimas.

El atasco parecía definitivo. Allí se quedarían durante un buen rato. Repasó sin querer el futuro que le venía por delante: llegaría tarde a la oficina, saldría pasadas las nueve, quemaría toneladas de energía en una sesión de media hora en el gimnasio y regresaría a casa para meterse en la cama frisando las doce, doblada sobre sí misma y con un beso en la frente.

Fuera la gente descendía de los coches quietos y miraba el horizonte con los brazos en cruz. Los cláxones asediaban toda la avenida. Subió el volumen de la música y se dejo llevar.

Pensó en la playa, tan lejana en el tiempo. En los días del verano al sol y los desayunos eternos. Pensó en lo que estaría sucediendo, en ese preciso instante, sobre la arena desierta de un trozo de costa a cientos de kilómetros de distancia. Lo recreó con fuerza en la cabeza, como si quisiese borrar el presente y tatuar una vida distinta.

Entonces el motor transformó el ruido en movimiento, volvió a vibrar el cristal y la lluvia arreció sin miramientos.


Delante, la avenida se extendía rabiosa en una infinita hilera de animales metálicos que avanzaban desordenados hacia ninguna parte. Sobre la punta de la lengua, aun resistía el sabor del salitre, como cristo salvador.


viernes, 11 de octubre de 2013

Repetición


Otra vez la luz se filtró por los poros de la persiana hasta besar las sábanas que la abrazaban. Otra vez resonó el canto bullicioso y desordenado de pájaros nerviosos guiados por instrucciones precisas para el nuevo día.

Otra vez las estrellas se borraron del firmamento y cabalgaron lechosas bandadas de nubes contra un cielo azul recién pintado.

Otra vez el frescor del amanecer inundó el cuarto y trajo voces y fluir de líquidos por las cañerías de la casa. La vida avanzaba de nuevo imparable, descontrolada como un ejército de actos involuntarios encadenados.


Y otra vez se quedó, ella, bajo las sábanas, sometida a la inconsistencia de sus músculos, quieta, inservible, arrastrando los ojos de un lado a otro, como luces intermitentes, aguardando, otra vez, a que alguien le diese la vuelta y la enfrentase al techo, otra vez.


viernes, 4 de octubre de 2013

Voces



Uno descubre, en paseos solitarios, que las voces ajenas narran historias sin querer. Somos una tupida cortina a través de la que, a veces, se pueden distinguir rasgos de nuestra verdadera naturaleza.

Las razones del otro siempre son jeroglíficos para el observador imparcial.

Cazar frases sueltas que lo dicen todo sin apostillar ni un solo suspiro de más, no exige de grandes simulacros.

Hombre y mujer de mediana edad caminan a la par en mi dirección. Pisan firme y a buen ritmo. Al llegar a mi altura, y solo ahí, escucho palabras de él hacia ella: “…si R me lo dice, yo la creo, porque no necesito más que su palabra, confío en ella sin descanso…”

Ya a mi espalda, concluye rotundo la sentencia: “Contigo eso no me pasa”.

También hay miradas que dicen más que una larga explicación. Gestos aparentemente invisibles que nos delatan siempre. Prisas desmedidas que terminan por descubrir nuestro juego.

¿Cuántos demonios ocultamos bajo la rutina de nuestros actos? ¿Qué tragedias suspendidas en el último segundo se rumian a diario en nuestras cabezas?

Vivimos en un medio ambiente plagado de impostura donde leemos solo el exterior por no asustarnos con la complejidad del mecanismo tras la superficie. Somos seres quebradizos pendiendo de un hilo.

Un hilo como una voz finísima que llega desde una esquina, se inserta en nuestro oído casi sin querer, cual alfiler, y nos hace dudar durante un par de metros. “…la mato, te juro que la mato…”, dice entre dientes sin darse cuenta de que el enojo de su cabeza se verbaliza en sus labios.

Y seguimos caminando, ambos cabizbajos, hasta encontrarnos de nuevo, quién sabe si en las noticias de los periódicos.