Así
las cosas, no resta sino hacer recuento de daños y tomar rápida conciencia de
las nuevas reglas de la casa. Como todas, de obligado cumplimiento.
No
nos está permitido reposar la espalda sobre los listones de madera de un banco
del parque, a una hora indeterminada de la mañana, con el único propósito de
observar con esmero el ir y venir de la vida.
No
está permitido el ir y venir de la vida.
Ni
frecuentar arenales, ni acariciar con la planta de los pies la espuma en la que
se desangran las olas, ni asistir como invitados al juego medido de las mareas.
Ni
los abrazos, cortos o largos. Sentidos o
pesarosos. Abnegados o entregados. Ni el tacto de
labios ajenos, ya sean para embriagarse del gusto húmedo de la pasión, celebrar
los encuentros o certificar las despedidas.
No se permiten las despedidas.
No se nos permite velar a los muertos. Ni dedicarles una
última caricia como viático para el
largo viaje. Poco importa que sea este y no otro, el último sentido que se
pierde.
Ni caminar sin rumbo está permitido.
Ni perseguir pasos ajenos por las calles en busca de
nosotros mismos o del recuerdo de otros tiempos en los que fuimos nosotros
mismos.
No se nos permite vestirnos de domingo. Las madrugadas en
cama ajena. Los amaneceres a la intemperie.
Están prohibidas calles y avenidas. Rincones favoritos.
Bañarse con la sombra de los árboles.
No hay posibilidad de esperar, pacientemente, a la salida
de un colegio, para deleitarnos con el griterío lenitivo de la tropa.
No se nos permite escalar montañas. Ni arañar caminos. Ni
perseguir el sol en días salvajes.
No está permitido el olor a hierba recién cortada.
Ni las habitaciones de hotel.
Ni frecuentar andenes.
Ni salas de embarque.
Ni salir corriendo.
¿Qué horribles errores habremos cometido para merecer tan
alta condena?