La vida, ese ir tomando y dejando, precisa
de descansos en el camino en los que hacer balance. Agosto semeja un lugar
propicio para la tarea.
Uno regresa al hogar familiar en plena
vacación; el sitio de siempre que sin cambiar apenas ha ido mutando con el paso
de los años. En la misma media que nuestra imagen en el espejo.
Agosto es un mes en rojo, cargado de
fiestas y fuegos de artificio. Avanzados los primeros días, se convocan las de mi pueblo.
Allí llega uno con cara de despistado, una vez más desfilando por un campo que
parece haber variado sus medidas con respecto a la infancia. El recuerdo de la
infancia siempre es prestado o inventado. Mientras me abro paso entre la gente,
voy cruzando caras conocidas con la mirada oculta tras las gafas de sol. Aquí
saludo, allá lo dejo correr.
Así, puede uno tomar medida del tiempo
transcurrido, de los sueños cumplidos, pendientes o sin clasificación. Un
cuerpo infantil escurridizo y liviano es hoy una rotunda barriga y escaso pelo
en la cumbre. Aquella muchacha parece la misma de antes. De esta otra diría que
tiene nueva pareja. ¿Quien es ese que me mira una y otra vez?
Imagino que uno, a ojos de los demás, motiva
la misma controversia, descifra los mismos interrogantes. Es el juego del antes
y el ahora. No siempre sale uno indemne…
Uno es más de levantarse temprano que de
acostarse tarde. Más ahora, que la verbena nocturna ya no es para mi. Antes
suscitaba curiosidad, ahora cansancio. Por eso, la mañana siguiente, bien
temprano, estoy preparado para rodar con la bicicleta. La adolescencia de uno
transcurrió montado en una bicicleta, de aquí para allá, quilómetros y
quilómetros dando pedales.
Antes el proceso era más natural, ahora voy
equipado con casco, mallas, tres catalinas y más piñones de los que puedo
contar. Tengo dos objetivos claros, seguir la línea de la costa mientras la
mañana avanza y pasar por delante de la casa de JR, un amigo perdido en los
años de la infancia, con el que pasé tardes de gloria. Vivian en una parroquia
vecina a la mía y por supuesto, salvar la distancia que nos separaba, exigía dar
pedales. Su padre tenía una lancha y no pocas veces salíamos a navegar. A
cierta distancia de la costa lanzábamos el rizón y nos zambullíamos en el agua
fría del océano.
Después, creo recordar que el abuelo de JR
falleció y ellos se mudaron a su piso, en la ciudad. Un antiguo edificio de
militares, con viviendas para éstos, quiero decir. Lo que más me gustaba era
que tenía adyacente una cancha de baloncesto que casi nadie utilizaba y a la
que acudía regularmente a lanzar a canasta con JR. Jugábamos uno contra uno o
al 36.
Esa mañana referida, de nuevo a lomos de la
bicicleta, cumplí con mi objetivo y regresé a casa satisfecho con la faena, y
la sensación de cansancio sanador en el cuerpo.
Dos días después, en la comida con mis
padres, en medio de otra conversación, le confesé a mi madre que no había sido
capaz de reconocer la casa de JR. Dudaba entre dos. Mi madre, entonces, se
dispuso a hacerme otra confesión.
Hace algunos años, en un centro comercial,
se había encontrado con la madre de JR. Siempre se saludan, de pasada, pero
rara vez habían conversado. La madre de JR preguntó por mi y después le llegó
el turno a mi madre. La madre de JR le dijo que éste había fallecido hacía
algunos años, de forma inopinada, a causa de un infarto. Dejaba esposa y algún
hijo.
Mi madre quedó abatida, sin palabras. Tal
fue el impacto que ambas acordaron no decirme nada. Son cosas que pasan en la
vida, dijo la madre de JR.
Uno vivió todos estos años (¿cuántos han
sido?) de espaldas a la suerte de su amigo. Recordándolo de cuando en vez,
acariciando en la memoria momentos prestados o inventados, que reconfortaban
otras malas horas. La vida avanza y como el fuego, consume a su paso.
Todo esto para venir a contarles que, en
secreto, he llorado a mi amigo José Ramón. Que vengo a despedirme de él de la
única forma que sé hacerlo.
Donde quiera que estés, buena suerte
compañero.