miércoles, 29 de agosto de 2012

Robinson


Ya no quedan paraísos.

Con el correr del tiempo, los paseos a solas y los monólogos íntimos hasta el amanecer, pasaron a engrosar el recuerdo. A lo largo del perímetro de costa se levantaban edificios y en el mejor arenal de la isla florecieron un par de chiringuitos abiertos hasta la madrugada.

La música se trufaba con el salitre en el aire de la noche. Siempre olía a pescado a la parrilla, a aceite refrito, a crema solar. Por lo demás, imposible refugiarse en el silencio.

Robinson mesó los cabellos de la barba una vez más y recordó los viejos tiempos, donde podía campar a sus anchas por cuanto recoveco de la isla se le antojase, sin miedo a topar con nada que no fuesen sus propias huellas en la arena.

Ahora era distinto, muy distinto. Los apartamentos se alquilaban por quincenas. Había docenas de puestos con bermudas y chancletas. Cualquier idioma no era el suyo. Inútil pensar, encontrar el aliento secreto que le permite a uno vivir en paz consigo mismo.

Un todo terreno rugió en la pista de tierra y pronto, al abrirse las puertas, descendió una marabunta de cuerpos bronceados y tersos, acompasados por el ritmo enfermizo de un bombo ensordecedor.

Sobre la duna, con los pantalones raidos y la piel curtida por el iodo, Robinson cerró los ojos, levantó la cabeza al azul y deseo con todas sus fuerzas que fuese otoño cuanto antes.

lunes, 20 de agosto de 2012

Jesús


Hay días tan frágiles que una solitaria brisa te podría arrancar el alma.

Un filósofo alemán, ya casi olvidado, Fitche, afirmó que la realidad no se revela a través de la contemplación sino a través de la acción. Así, aquel que observa el mundo es sólo un hombre a medias, pues su otra mitad yace aletargada hasta que un estímulo desencadena su actividad.

Sería por eso que aquella tarde, a la hora de la siesta, decidió por fin abrir los ojos y tomar lenta posesión del espacio que ocupaba, donde él, sin duda, era pieza destacada y principal.

Primero, desembarazó de la atadura el brazo izquierdo y después, en un gesto mucho más certero, liberó de su prisión el derecho y los pies. No todos los músculos obedecían sus deseos, pero era un hombre decidido y al poco rato ya caminaba por el pasillo rumbo al exterior.

Parece que no se volvió a mirar la cruz vacía, presidiendo el altar mayor.

Fuera, un sol insano caía a plomo. Pese al chaparrón, la plaza lucía alboroto. J tenía una sed letal, así que se acercó al puesto de los helados y pidió por favor un poco de agua. ¿Fría o del tiempo?, preguntó el administrador del puesto. 1,50, caballero. Pues entonces lárgate ya que aquí no estamos para regalitos.

J mesó los cabellos y enjugó la sequía de la garganta con un resto de saliva. Ahora notaba la presencia de un par de sanitarios al pie de una ambulancia, tratando de reanimar un cuerpo fulminado sobre un banco. Llegó hasta ellos. El viejete apestaba a alcohol y el médico ordenó a los suyos que lo dejaran, que era irreversible. J adelantó el cuerpo, tapado apenas por una túnica, y dijo con voz soberana que nada era irreversible. Justo cuando dirigía un dedo hacia el corazón del vagabundo, un policía lo tomó por el cuello y lo alejó a empellones, mientras lamentaba tanto “perroflauta” pululando sin rumbo por la ciudad.

Un coche estuvo a punto de llevárselo por delante en un paso de cebra. El tipo bajó la ventanilla y lo invitó a morirse para que no estorbase más. A las siete le habían robado la túnica. A las ocho le habían puesto una multa por caminar semidesnudo por las calles. Pidieron una ambulancia que lo desplazase al hospital siquiátrico.

Desubicado, perdido en un mundo desmesurado y feroz, huyó a las carreras y no paró hasta que el mar le salió al encuentro. Anochecía. Las olas ladraban a escasos metros de su posición. Una tristeza imposible de gobernar le anegaba el corazón.

Entonces pensó en dejarse llevar y arrojar el cuerpo al agua para salir de allí cuanto antes. Se frenó. Supo al instante que ni siquiera el mar le daría cobijo en su seno y muy pronto lo estaría escupiendo de nuevo fuera.

Dios mío, por qué me has abandonado, por qué, sollozó justo antes de que una mano firme y cálida se posara sobre su espalda. J lloraba como un niño asolado.

- Tranquilo…tranquilo…todo ha terminado.

lunes, 13 de agosto de 2012

Poesía


¿Cómo terminará todo?

Tarde o temprano tendremos que parar y volver a empezar.

Tuvo que haber un tiempo, antes del lenguaje y sus múltiples variedades, en el que todo se decía sin decir y ninguna cosa tenía nombre. Un espacio virgen de letras y cargado de esperanza.

E incluso entonces, todo estaba escrito.

Pregunten al primer científico que pase, qué ocurrirá cuando nuestro universo traspase la puerta de atrás. Esa es la única pregunta que a la postre cuenta y a la que cualquier sabio responderá con un gesto inequívoco. No ha lugar a las palabras.

Antes del Big-Bang todo fue igual tal cual ahora es. Desde entonces hasta aquí: condensación, expansión, implosión, gravedad, agregación, energía, variación, entropía,  espacio, tiempo…y todas esas palabras con las que Dios juega a los dados de tarde en tarde.

Antes o después, volverá a suceder. No queda otra. Lo que va, vuelve, si no se detiene antes, en cuyo caso, espera y después...vuelve.

Mientras tanto, aprovechen el suspiro que nos contiene.

Atrapado por el insomnio, tumbado boca arriba en la azotea, busco desesperado, en el firmamento, estrellas fugaces. Dentro de miles de millones de años, alguien que responderá a mi nombre y se confundirá conmigo hasta el límite, realizará exactamente el mismo ritual. A la hora señalada, en el lugar convenido.

Necesito imaginar que, por el techo celestial, corren poemas que otro que decía ser yo, simétrico a mis límites, hace miles de millones de años, lanzó desde esta misma azotea. Poemas al universo cuya luz aun podemos capturar de un latigazo.

Así que déjenlo todo, queridos amigos, y pónganse a escribir poesía como locos. Será la única luz que les guie cuando se sientan perdidos hasta el infinito y más allá.



Foto: Rocío Brage

jueves, 9 de agosto de 2012

Verbena


Sé que cuando te llame
entre todas las gentes
del mundo
sólo tú serás tú

(Pedro Salinas)


Para los otros, R. es un borrachín de verbena. Botellín de cerveza por menú. Ropa de antes de ayer. Mirada de pasado mañana. Perfume de humo. Ese bamboleo sin rumbo como forma de equilibrio.

Y en la cabeza, revoloteando como viento feroz, la misma repetida incertidumbre:

Pero, ¿es que nadie nadie me va a sacar a bailar esta noche?...

Ustedes dirán.


jueves, 2 de agosto de 2012

Luna





Cautivo y desarmado, sin credenciales ni pasaporte que de fé, presento mi rendición a una luna llena que altera éste y todos los estados de ánimo posibles.

Las tardes son demasiado largas y las noches se hacen esperar sin clemencia. Para combatir tanta zozobra, me arrojo a las calles sin más frontera por delante que los pasos que me sacan de aquí para depositarme allí.

Me gustan los parques y los jardines donde los amantes se besan como si fuesen invisibles. A veces, en las terrazas de los bares, me parece que llaman por mí, pero son apenas los ecos de otros nombres que en realidad no conozco.

Sentado en un banco de la alameda, con privilegiada visión periférica, me distraigo con los juegos de un niño que rondará los cuatro años, africano deduzco, tal vez etiope aventuro, y me pregunto si de tarde en tarde no siente como una punzada de nostalgia, de eriales abrasados por el sol y una brisa en la cara que habla de animales salvajes. Tiene que ser.

Le pregunto como se llama y me enfoca con dos ojos enormes que enseguida reconocen un animal herido. Me atrapa la intención sin esfuerzo y con gusto le propondría asaltar la colina más cercana, por ver si descubrimos del otro lado una manada de antílopes o el porte de dandy de un león triste y solitario. Lo llaman desde su espalda y sin decir palabra nos prometemos un día para una aventura todavía más grande. Me parece que no se imagina todas las cosas que se ven a cámara lenta en el fondo de sus pupilas.

El turista se agolpa sobre las veredas, despliegan mapas y tropiezan sin querer con todo lo que está quieto. Los bares rebosan y el jaleo campa a sus anchas. Risas, idiomas que no me dicen palabra. Un espectáculo callejero y música sin rumbo. No hay tregua para este ritmo de locomotora desbocada.

Pienso en un león africano que sueña con mi corazón blanco.

La luna llena inscribe por fin su elegante perfil en el cielo, sé que calla más de lo que cuenta.

Creo que si supiese el camino de vuelta, regresaría a casa ya.


Foto: Rocío Brage