viernes, 26 de septiembre de 2014

Extraños



- Hay gente mala por naturaleza.- dijo mi amiga en la sobremesa, mientras repasábamos el muestrario de horrores del Diario.

Me resistía a la idea. Al contrario que ella, a mí, desde siempre me pareció que nacemos con el alma impoluta y de a poco ésta se va enturbiando, a veces más, a veces menos, según nuestros pasos y según las vicisitudes aguardando a la vuelta del camino.

- No te engañes.- me dijo ella- hay gente que disfruta haciendo daño, que distingue entre el bien y el mal, cuyos actos no sirven para describir ninguna patología y que simplemente llevan la perversión grabada a fuego en sus entrañas.

Nos despedimos pocos minutos después y ya en la calle, tras el rutinario ya nos veremos, tenemos que repetirlo, me marché cabizbajo en dirección contraria a la suya.

Pienso si el tipo que se sienta a mi lado en el autobús sería capaz de clavarme muy despacito un filo en el vientre. Me pregunto si el hombre de mediana edad que lee de forma distraída una revista deportiva en el parque se atrevería, en un descuido, a llevarse un infante de los que juegan ajenos y perpetrar sobré él o ella, la más abyecta atrocidad. Me gustaría saber si la viejecita que regresa a casa enfundada en su abrigo de otoño recién estrenado, vierte pequeñas cantidades de veneno en la leche que su marido bebe todas las noches antes de irse a dormir…

Hay miles de historias palpitando ahí fuera. Millones de extraños con los que sería mejor no compartir un ascensor o los buenos días. Gente corriente lidiando en la cabeza con odiseas imposibles de imaginar.



Quién sabe. Casi llegando a casa, un extraño me ha preguntado por una dirección. He comenzado a explicarle pero pronto comprendí que difícilmente llegaría a su destino, demasiadas opciones disponibles. Miro su rostro cansado, la gran mochila que carga al hombro y las rastas desaliñadas. Te acompaño, le digo. Desando unos pasos, me meto por el callejón sin alumbrado, casi a tientas, y por fin llego hasta el puente. Desde allí no tiene pérdida. Me despido, le deseo buena suerte.

Confieso que apuré el paso en la oscuridad. Que por un momento dudé de la conveniencia de mi decisión.

El miedo es libre. Todos guardamos al menos un secreto dentro y unos pocos, el mismísimo infierno pugnando por salir.



viernes, 19 de septiembre de 2014

Presidente



A sus casi ochenta años, nada le preocupaba más que dejar este mundo con asuntos pendientes tras de sí. Gestionaba con mano firme un conglomerado empresarial con muchas familias pendiendo del mismo hilo, nada podía ser dejado al albur.

Así que en los últimos años, el delfín elegido había ido ascendiendo puestos de forma ordenada hasta por fin convertirse en un habitual de la junta de accionistas. Exquisita ecuación. Modales depurados. Idiomas. MBA. Mirada desafiante. Grandes ideas siempre a punto de brotar.

Todo atado y bien atado. Con la precisión de un relojero suizo y la paciencia de un francotirador. Que cosa más triste una muerte absurda, pensaba a todas horas nuestro hombre en el cenit de su vida profesional. Por lo tanto: exhaustivos chequeos médicos, deporte, rutinas y mucho trabajo. Desde la mañana a la noche. Desde los veinte a los ochenta.

¿Cuántas horas de tarea lo contemplarían?
¿Cuántas unidades de energía había dedicado a levantar aquel entramado ilimitado?

No, nada podía ser dejado en manos de un destino caprichoso. Es más, cualquier destino aciago puede esquivarse si uno pone todo el empeño en la misión, estaba convencido, pues así habían sido las cosas a lo largo de su existencia.



Esa mañana, terminada la junta de accionistas, pidió a uno de los ujieres que descorriese el gran cortinón. Una extensa planicie, con el límite en el océano, se derramó ante sus ojos.

En un lateral del prado cabalgaba su nieto mayor, afianzado en un corcel portugués. A la una, lo vería en el club donde almorzaría toda la familia junta.

Había sido una jornada tensa, dura, librada a cara de perro, pero todos los consejeros habían aceptado al fin la imposición de su delfín…que diablos, les había hecho ganar miles de millones, como para negarle ahora su voluntad.

Afianzado sobre el sillón presidencial, pensó en el tráfago de los días que le habían llevado hasta allí. En las múltiples renuncias, las noches aciagas e interminables, la lucha de confidencias, los equilibrios imposibles…todas esas prebendas que exigía el poder omnímodo.

Clavó la mirada en el exterior. ¿Qué más le podía restar por hacer? ¿Qué se le podía antojar ahora? Ah cuánto trabajo, cuánto sufrimiento para llegar hasta allí, aquel lugar, ese momento mágico e inigualable en el que su mano izquierda, ya debilitada, se sostenía sobre el cortinaje al tiempo que desbarrancaban sus últimos deseos más allá del horizonte. La habitación giró de repente. El dolor en el pecho comenzó a profundizar. Sintió las extremidades dormidas y un aliento que se fugaba para siempre.

¿Qué papel le tocaría jugar en la siguiente vida? – se preguntó-.

Ya saben, no le gustaba dejar nada a la improvisación.

viernes, 5 de septiembre de 2014

Agosto



Agosto, el mes de la vacación en esta esquina del planeta, declina sin dejar tras de sí más rastro que una luz extrañísima en cada atardecer, como si no se resignase a la despedida, como si cayese un imperio del que se han de loar, ciertas o falsas, sus aventuras muchos días después.

En uno de sus últimas fechas en el calendario, conduzco en silencio por una carretera sinuosa, a la que no soy ajeno en el invierno, y que discurre a la orilla del mar. Voy ensimismado, atrapado en mil batallas que desaparecerán en cualquier inopinado instante, al contacto mismo del aire exterior. Manejo despacio, sin prisa, hasta que veo venir una comitiva rectilínea, hilera circunspecta de vehículos que encabeza un coche fúnebre.

Un entierro. Cedo el paso al protagonista. Reparo en mi indumentaria playera, en la realidad en la que me sumergiré apenas diez minutos más tarde: arena, libro, ola, salitre, sol…por orden alfabético.



Unos van, otros vienen. Cientos de vidas distintas compartiendo el arenal, ajenos unos a otros. Distantes docenas de años luz. Ignorantes de las cuitas ajenas, de las penas y alegrías entreveradas que pasean a la orilla del mar.

Una mujer en familia disfruta las últimas horas de ocio. Mañana por la mañana conducirá unos 600 kilómetros para regresar al hogar, en una urbe del interior. ¿Pensará, en tardes grises por venir, en este trocito de paraíso que ahora disfruta?

B. y L., unos metros más allá, también preparan el regreso, aunque ellos aun disfrutarán un último paseo la mañana siguiente. Después de una docena de años juntos, se han dado cuenta, en los últimos quince días, de que algo no marcha bien. Los silencios se volvieron incómodos y las palabras están en retirada. ¿Disfrutarán en ese preciso lapso de su última fotografía juntos? ¿La buscarán furtivamente en el teléfono móvil mucho tiempo después, cuando ya nada importe?

Me he venido a enterar, casi sin querer, que A., un sin techo del barrio, también viene a la playa de cuando en vez. Para ello gasta kilómetros andando, con el perro que le acompaña bien cogido de la correa. Mientras me lo cuentan, imagino que lo mismo le da dormir a la intemperie en la ciudad que entre las dunas, al runrún del oleaje.



Y ahora qué. ¿Dónde se fueron todos mis agostos? ¿Por qué no puedo recordar con detalle casi ninguno? Recuerdo, a lo lejos, interminables veranos de la infancia, transitando un tiempo imposible de llenar, dilatado y triste, malogrado en la observación insistente de lo ajeno, bajo el signo de un aburrimiento incurable.

Haya paz.

Es hora de volver a casa en caravana. Es el tiempo de volver a empezar, por enésima vez.

Que Dios reparta suerte y va por ustedes.