Hace ya algunos meses, una mañana distraída
en el trabajo, alguien llamó a la puerta. Si una mañana, un extraño…
El despacho es pequeño y lo compartimos
cuatro personas. Al otro lado de la puerta, un muchacho vestido de traje gris y
no mucho más de treinta y pocos, se presentó como representante de una empresa
de telefonía. Traía una propuesta para nuestras comunicaciones, teléfono e
internet. La oportunidad nos pareció ideal, atentos siempre a no acomodarnos en
la tiranía de la primera empresa que conquista nuestra voluntad.
Compramos. Después de unos días y no ciertas
vicisitudes, el cambio se hizo efectivo y comenzamos a operar con el nuevo
proveedor: mucho más pequeño que el anterior, con menos recursos, pero de
nuestro agrado, pues siempre atiende nuestras peticiones telefónicas de buenas
formas y mal que bien, acaban por darnos una solución.
Así que todos contentos. Además, la
publicidad de la nueva compañía es realmente creativa y le hace a uno sentirse
miembro de una minoría en rebeldía, dispuesto a cambiar el entorno en el que
vive. Porque yo lo valgo y soy distinto a la masa…
Y la vida siguió, con tormentas y calmas…
Hace unos días, una de mis compañeras de
trabajo, que hace de voluntaria en la cocina económica dos días a la semana, me
contó una pequeña historia. El último día que había estado de servicio,
terminado el turno, entró un joven en el comedor. Como ya se habían terminado
las cenas, alguien le preparó un bocata de chorizo, en media barra de pan. Mi
compañera se quedó mirando al joven, vestido de gris, con una mochila a la
espalda y la figura desdibujada por el clima. Tomó el bocadillo empaquetado,
agradeció y regresó a la intemperie.
Era nuestro comercial. El que nos había
vendido la nueva conexión telefónica y henchido nuestras ansias de rebeldía.
Entiendo que la vida debe de ser una
dolorosa batalla diaria cuando trabajas a puerta fría y apenas recibes un
pequeño diezmo de lo que consigues vender. Parece una forma de esclavitud
moderna, pero más sutil y elaborada, porque quienes la alimentamos tenemos la
conciencia tranquila, nos han convencido de que hacemos lo correcto.
¿El nombre de la compañía, me preguntas? Qué
más da, que te importa. Vamos a imaginar que se llama R.
Fotografía de Rocío Brage.