viernes, 31 de octubre de 2014

Humano



¿Qué significa ser humano?

Alan Stivelman se fue con 200 preguntas a las montañas de Perú, con la inquietud de encontrar una respuesta a la gran cuestión. Allí conoce a Plácido, un chamán andino que le invita a otro viaje en el que, a través de lo sutil, Alan, irá hilando destellos de luz.

Debe de ser algo así como esas cosas que, si tú no las puedes entender, nadie te las va a poder explicar.

Pero,

¿Qué significa ser humano?

Esto que tocamos y olemos, el peso muerto que se va a dormir con nosotros, el pesado cansancio que nos acosa al terminar la jornada, la mirada nostálgica que regalamos una tarde de sol, sentados sobre la piedra del camino…

Tendremos que mirar bien adentro si queremos encontrar una respuesta. Porque todo ahí fuera confunde y lleva a la desesperación.

Enchufo la TV, me siento doliente en el sofá, como si fuese poco mas que un compendio de órganos en sístole y diástole. Avanzan las imágenes por la pantalla sucia de polvo.

En Iguala, un lugar a orillas de México D.F., la autoridad desautorizada revuelve la tierra en busca de 43 estudiantes desaparecidos. Nadie sabe nada. En África sur, la gente se desangra por las calles sin que nadie los atienda por miedo a correr su misma suerte. En mi país la pobreza galopa cual jinete del Apocalipsis. Ya no es una mancha silenciosa. Al otro lado de la valla, sin más techo que el cielo estrellado del otoño, grupos de desesperados esperan una oportunidad para saltar al otro lado, donde lo más probable es que los devuelvan de una patada al mismo lugar donde aguardan por el otro lado…

¿Cuántas vidas vamos a necesitar para ser humanos?

Palidecemos. Nos marchitamos. Vivimos de espaldas a nosotros mismos, enfrentados a espejos recubiertos de azogue por ambos lados. Ciegos, torpes, entretenidos con el día a día mientras el mundo se apresura a desinflarse.

¿Qué significa ser humano?

¿Lo sabes tú?

Aprieto el botón rojo de la TV, antes de que licue por completo el contenido de mi cerebro. Me quedo a solas con el zumbido de la nevera. A oscuras, distingo el destello de un avión a cientos de pies de distancia.

Allá va otro día sin respuestas revoloteando en el cuarto de estar, como el agua que da vueltas en el lavabo antes de desaparecer.

Quiero ser polvo de estrellas, y nada más.


viernes, 17 de octubre de 2014

Viejo




Que la vida iba en serio, uno lo empieza a comprender más tarde…dicta el poema de Gil de Viedma.

A veces voy a ver al viejo. Todo comenzó sin querer, un día me sumé a la visita familiar a un tío político mío, que pasaba los días en una tranquila residencia, enclavada en el rural, y donde éste batallaba a diario con recuerdos desquiciados.

Como éramos bastantes para atender al visitado, reparé en el resto de pasajeros de la sala de estar. Abundaban las visitas, estábamos en medio de un festivo, al comienzo del otoño.

Fui a reparar en un tipo junto al ventanal, concentrado en las gotas que se iban deslizando por un vidrio tan limpio, que si no fuera por las pequeñas esferas líquidas, resultaría imperceptible. Me acerqué sigiloso, medio haciéndome el despistado.

La conversación prendió enseguida. Nada de lugares comunes, directos al grano. Me contó que no esperaba vista y que ya estaba acostumbrado a esa dinámica; apenas le causaba efecto negativo el bullicio del hogar mientras él contaba aguaceros. No tenía descendencia, tampoco esposa presente o ausente. Refería como familia más cercana unos sobrinos, hijos de un primo, que hacían ciento y uno que no iban por allí.

Había tenido unas cuantas novias también. Mencionó los nombres, alguna dirección incluso, pero hacía años que no sabía de ninguna de ellas.

Volví a ir a ver al viejo más veces. Incluso después de que mi tío pasase a mejor vida. Nunca lo he contado a nadie, pero así fue. Cuando tenía un rato, libre me dejaba caer. Él siempre me recibía con idéntico gesto, ni frío ni calor. Me gustaba pensar que internamente le calentaban las visitas de aquel desconocido que se había aficionado a la sala de estar del asilo.

Un día que estábamos enfrascados en el repaso de los titulares de prensa, entreverados con alguna anécdota verosímil, una enfermera me aconsejó, sin llegar a mirarnos, que no hiciese mucho caso a las historias del viejo, que le gustaba inventar cuanto más mejor…

No sé como sucedieron las cosas. El caso es que mi presencia en el asilo se fue espaciando en el tiempo. Cada vez que iba temía no encontrar al inquilino solitario, mi pareja de partida de ajedrez. A decir verdad, hace bastante tiempo que no voy a ver al viejo…

A veces, antes de irme a la cama, me acuerdo de él. En los momentos más inopinados me sucede. Hace unos días tomé en brazos a una pequeña que apenas cuenta meses y me pareció que la vida era un suspiro, que tal vez ella, cuando yo solo sea un recuerdo de polvo, lejano y marchito, también contará gotas en un ventanal mientras espera alguna que otra visita que nunca se anuncia antes.

Me va a costar conciliar el sueño. El camión de la basura trasiega fuera. Paró de llover. En efecto, la vida va en serio.


viernes, 10 de octubre de 2014

Domingo



Un domingo cualquiera, ya casi en el olvido, me levanto bien temprano, recojo la casa en silencio y conduzco durante algo así como hora y media hasta llegar a la casa familiar.

Arribo a media mañana, en esa hora incierta de las matinales dominicales, donde todo se ralentiza y transitamos como a cámara lenta. Saludo a mis padres y departo con ellos revisando levemente los asuntos de la semana. Pregunto por el menú del almuerzo. Después, recorro apenas cuatro kilómetros, envuelto en una nube de músicas, y visito la playa,  paseo por los caminos de la costa, entre los pinos…

La tarde comienza no bien finalizado el almuerzo. Igual de lenta, igual de pacífica. Busco un recodo en el campo, bajo una sombra que permite de refilón el impacto de los rayos del sol. Leo y dormito a partes iguales, mientras los minutos van pasando como peregrinos en busca del final del camino.

Besos, abrazos y regreso al hogar, donde ingreso cansado recién estrenada la noche, atolondrado por los kilómetros de solitaria conducción. Al rato, llega la hora de dormir, mientras permanece en el aire ese poso de tristeza que despiden los días en rojo del calendario al extinguirse…

D. debió de vivir un domingo parecido al mío.

Porque él también estuvo en la casa familiar hasta la que condujo algunos minutos menos que yo. También departió con sus padres y hermano, y debió de disfrutar de idéntico sol, mientras los minutos se iban arrastrando por la esfera del reloj, hasta que, igual que a mi, le llegó la hora de regresar a casa, a las afueras de una ciudad medina, en la que atiende un pequeño negocio que no va mal del todo y que se ubica justo debajo del apartamento que alquila.

También él debió de percibir en el ambiente la tristeza que queda con la extinción de los días marcados en rojo en el calendario. Y puede que experimentase, igualmente, la necesidad de irse a dormir, de meterse en la cama a deambular por los recuerdos de un día relajado, saboreando tal vez un momento concreto, discreto y común, pero que por algún motivo permanece revoloteando.

Algo así debió de ser. Lo que pasa es que, mientras yo enhebraba ya el sueño, a D le calentaba la cabeza una idea recurrente de la que últimamente no se podía librar, que le quemaba los pasos con malsana voluntad. Así que, por fin, cansado de tanto lío para nada, se metió en la bañera, amartilló el arma de un solo gesto y acomodó el cañón en el cielo del paladar. Llegado ese momento, un leve gesto, un pulso incontrolado, puede cambiarlo todo para siempre.

Y así fue, por los siglos de los siglos, amén.

He venido a escribir esto, tantos domingos después, porque ocurre que no sabría ya poner fecha en el calendario al día referido. Para ser sincero, no recuerdo si en verdad hizo sol o no, si es cierto que me acosté tan pronto como dije, o el duermevela se prolongó más de la cuenta…De lo que sin duda ya no me podré olvidar, es de la madre y el padre de D. 

Y como siempre, esta es la única manera que se me ocurre de exorcizar tanto dolor.