viernes, 31 de enero de 2014

Derrumbe

Ya nadie se acuerda, pero la primera vez que se vino abajo un edificio en la ciudad, se armó un buen revuelo. Fue portada en los dos periódicos locales y la televisión abrió el telediario con la noticia.

Hoy el suceso se pierde en las hemerotecas sin pena ni gloria y en el solar sigue ondeando el mismo esqueleto sin vida. Una estructura de vigas podridas y sendas paredes de otras viviendas, componen un triste hueco de aire por el que ver pasar las nubes.


Después de aquel primero, vinieron muchos más, y con el incremento de la frecuencia se fueron apagando los flashes, las cámaras fundieron a negro y hasta los ojos más atentos cambian de acera cada vez que una reliquia arquitectónica se viene abajo.

No es una ciudad muy grande. Medio pelo. Rodeada de mar por todas partes menos por una, con una muralla que delimita su perímetro. Una lengua de tierra sobre la que florecen enormes grúas varadas, a modo de animales prehistóricos disecados.

Allí nada se mueve. O envejeció o está en ello. Hasta los jóvenes semejan ancianos, a decir de la lentitud de su ritmo cardiaco. Nadie se altera, nadie cambia el paso o desfigura el rictus elegante…y mientras tanto, la epidemia continúa avanzando.

Los edificios se cierran a cal y canto. La lluvia sin misericordia los orada y destiñe. El viento del sur los sacude sobre sus cimientos y, por fin, un buen día se desmoronan. De una sola vez o a milésimas partes que acaban por componer un todo sin que nadie sepa cómo. El desalojo avanza como un ejército sin piedad: edificios, manzanas, barrios.

Llegará el día en que los derrumbes se cuenten por docenas. Y caminaremos impasibles entre escombros que ningún operario se molesta en retirar, atentos a los recuerdos ajenos que asoman entre los restos, prisioneros de una fiebre que nos torna inmunes ante tanta derrota.

Recojo los cubiertos del desayuno. Afuera aun no amaneció. Tengo la ventana abierta por la que va ingresando el ambiente húmedo. A lo lejos, un zumbido de coches. De repente, suena en el horizonte un trueno que tarda en disolverse…


La ciudad prosigue su derrumbe, sin prisa pero sin pausa.



jueves, 23 de enero de 2014

Vagamundeo

Uno piensa que hay cosas de las que ya no es necesario hablar. Solo resta por delante actuar, hacer. A un lado discursos mil veces repetidos y manos a la obra.

Y sin embargo…

Salgo del trabajo a la hora del almuerzo, concentrado en la rutina. Camino ágil bajo una lluvia caprichosa que lleva toda la mañana insistiendo. En la acera sin asfaltar, en mi sentido de la marcha, descubro una mujer que escudriña en un charco como quien indaga su futuro en los posos de una taza de café.

Veo que arrastra un carrito cubierto con plástico azul, tiene el pelo desaliñado, canoso, el rostro enrojecido y aparenta más de sesenta cuando, tal vez, no llegue a la cincuentena.

Hora y media más tarde, la misma lluvia. De regreso al tajo, vuelvo a tropezar con ella. Esta vez bajo los edificios más elegantes de la ciudad, unos con forma de vela que se sustentan sobre columnas de cemento a modo de mástiles. Estudia la posible acampada sobre la piedra cuarcítica, acomodada bajo el edificio a modo de escenario zen. Es esa una zona concurrida, abierta a los vientos.

Aun más tarde, rematada la jornada, bajo la misma penitencia, cansado y abatido, sucede mi tercer encuentro del día con la mujer. Tres oportunidades para no pasar de largo. Tres oportunidades para negar antes de que el gallo cante, como le sucediera a Pedro.

Está oculta en un portal que da acceso a un patio interior. Se trata de una puerta sin uso, alejada del viento y guarecida de la lluvia. Ese si es un buen lugar.

Ha tomado posiciones y descansa sobre unos cartones gruesos. El carrito es más grande de lo que en principio parecía. Una señora mayor dialoga con ella, que responde con acento extranjero, lacerando las erres.

Observo la escena no muy lejos, inmune a cualquier plaga bíblica…

El día no da para más, se extingue. Tomo el coche a última hora. Me inmersiono en el tráfico y aleteo por la ciudad como un ave migratoria desorientada. Lleno la bolsa de alimentos, me busco en un par de escaparates y pongo rumbo, por fin, al hogar.

Me sumerjo en una marea de luces y limpiaparabrisas en tránsito.

Enciendo la radio mientras la caravana se desliza cadenciosa. Sintonizo al azar. El comentarista dice que es un premio muy merecido, un reconocimiento que…blablabla...Al parecer el futbolista diez siente todas las palabras colapsadas en lágrimas y no le resulta factible hablar.

Es el rey. El número uno. El mejor. Y cuando esta noche se vaya a dormir en su hotel cinco estrellas, descalzo sobre las baldosas calientes del baño, se contemplará en el espejo durante un buen puñado de minutos, con el trofeo entre las manos y una sonrisa blanquísima mil veces ensayada.

Qué enfermedad tan extraña esta que nos afecta y amenaza con borrarnos de la faz de la tierra más pronto que tarde…

Desde el coche, detenido en medio del vial, contemplo a la mujer en su acampada. Los limpiaparabrisas continúan bailando y un vehículo reitera destellos a mi espalda para que desatasque de una (puta) vez el carril de la avenida.

La realidad, ahí fuera, continúa haciendo aguas por todas partes.

Pese a todo: Bravo, campeón...




viernes, 10 de enero de 2014

Absurdidad

Pertenezco por nacimiento a una ciudad de menos de cien mil, donde aun resiste un cine de barrio, con dos salas decentes en las que siempre pasan buenas películas.

El garito en cuestión sobrevive, contra viento y marea, cualquier inclemencia que le venga de frente. Y creo que lo hace gracias a la testarudez y el ingenio de quien a diario lo defiende en primera persona.



La noche de Reyes pasaban en el Duplex La gran belleza, de Paolo Sorrentino. Me pareció un buen lugar para esconderme mientras sus majestades iniciaban la larga noche de idas y venidas.

La película dura algo más de dos horas. Concretamente 20 minutos más. Posee una fotografía hermosa, imágenes cargadas de magnetismo. El protagonista, un periodista que hace muchos años escribió una buena novela, un hombre cercano a la jubilación, desfila de fiesta en fiesta por la noche de Roma, una ciudad que parece no agotarse, que es toda ella intensidad inútil.

En su peregrinaje salvaje, atraviesa, como un punzón que desmenuzase el corazón, una sociedad embarcada en lo superfluo, encallada en la banalidad, nutrida de sí misma hasta la gula y definitivamente lanzada a esa batalla perdida que es la huida hacia delante, mientras miramos a otro lado para no ser conscientes del tortazo inminente.

Queda en la retina un inenarrable poso de tristeza y absurdo cuando las luces se encienden.

Regreso a casa bajo la lluvia. Hoy me toca el hogar familiar. Mis padres son gente sencilla, que no trasnochan ni alternan. Mi padre ya duerme. Mi madre desgrana minutos del reloj viendo una película, disfrutando del calor del fuego.

Me voy a la cama en espera de la pronta visita de los magos de oriente. Tengo tantas cosas que contarles este año…


Concentrado en el techo, arropado por las mantas, recuerdo que hace unas semanas cacé un programa en la tv que se dedica a visitar casas de ensueño. En el capítulo en cuestión, tocaba un dúplex con gran empaque. Tropecientos metros cuadrados para una pareja. Él, paisajista. Ella, diseñadora de interiores. Lo tienen todo para ser felices.

Ahora la propietaria muestra orgullosa un vestidor tan grande como mi habitación, mientras su marido poda en la terraza unos bonsáis. Al final, presentadora y propietarios, brindan con cava de una botella muy especial, en palabras de la anfitriona. Es un buen colofón, por cada botella descorchada se pueden vacunar dos pequeños en el tercer mundo.

Genial, ¿no les parece?


Cierro los ojos doloridos. Que vengan los magos ya. Menos mal que quedan en el mundo tipos como el del Duplex para poner un poco de cordura ante tanta absurdidad y alevosía.


Foto 2, de Rocío Brage.

viernes, 3 de enero de 2014

Periferia

En las postrimerías del año 13, en una agotada tarde de viernes, recorrí desorientado ramales de autopista, vías de servicio, puentes colgantes sobre el río Guadalquivir…hasta llegar finalmente, a un barrio de las afueras de Sevilla, cerca del aeropuerto, lejos de cualquier otro lugar.

La cita era en el centro cívico. Un grupo mayoritario de mujeres, ha empujado con esfuerzo la vida cultural del barrio, que incluye, entre otras cosas, un club de lectura. Esa tarde invitaban a un escritor local, J. M., para charlar sobre su experiencia habitando en la Periferia. El protagonista se mudó hace tiempo, pero queda la familia y calles con recuerdos en las esquinas.

J. M. narra con barniz de nostalgia atragantada y soslayado desapego, la vida en un arrabal de una ciudad que casi llega a la cifra mágica del millón de habitantes. Habla de los largos viajes en autobús, hasta otro barrio contiguo para asistir a las aulas, de la sensación de extrañeza que eso le causaba porque los amigos del instituto no eran los mismos que los del barrio, de lo que significa crecer en un extrarradio de ladrillo que no pilla de paso a ninguna parte…

Hace algún tiempo, J. M. escribió un magnífico libro de relatos, El camino de la oruga. Sentado en la última fila de su conferencia, atisbé el terrible desencanto que afecta a la gente que está sola en el mundo y lo sabe. J.M. dice que para él, ser escritor, es vivir en la periferia. Como sentarse en un banco a ver pasar la vida, maravillarse con cada gesto y no poder dejar de contarlo todo sin intervenir.

Él no lo confiesa, pero no me queda duda de que detrás de su vocación notarial, habita el mismo desasosiego del alfarero que moldea el barro enfundado en guantes de látex.

Me acuerdo de todo esto ahora, en la periferia de un nuevo año, repleto de hojas en blanco sobre las que ir escribiendo la gran aventura de cada día. Ahora, que aun somos libres de contar nuestra propia historia en primera persona del singular.

Por eso, en el nuevo año, solo le pido a la vida saber estar vivo. Llegar a una nueva cuenta atrás de doce, con las huellas de las manos manchadas de barro.

Ah, Mije es uno de mis favoritos.