miércoles, 28 de noviembre de 2012

Teatro



La vida, puro teatro.

Aguardo paciente dentro de un coche, mientras fuera la lluvia no cesa, los cristales se van empañando de pensamientos y tal vez la bajamar triunfa en la costa.

Aguardo sin saber qué y entretengo las circunstancias con la escrupulosa observación del transeúnte.

Pienso en todas las cosas que pueden suceder a un tiempo en millones de sitios a la vez. Desde Milwaukee a Paysandú, desde Ushuaia a Vladivostok, desde Ranguiroa al asiento de mi coche y vuelta a empezar.

Agazapados bajo sus paraguas, cabizbajos, amparados en la intimidad de sus abrigos, van pasando mis conciudadanos. Pisan las baldosas como quien teme violentar a su paso una mina que los haga saltar por los aires. La vida no precisa más que un segundo para cambiar de dirección, me dijo hace poco un amigo que salió ileso de un accidente inverosímil.

Sí, pensé secretamente. Si acaso los accidentes no obedecen a un cuidado guión, construido sabe quién donde por un Dios cuya mayor muestra de magnificencia es hacer que, al final, todo encaje.

Pienso en el profesor de matemáticas alcoholizado que en la facultad daba clases tambaleándose y al que ayer, después de tantos años, sorprendí anudado a una copa en el bar de siempre. Pienso en los escrupulosos horarios y rutinas de mi vecina, a quien escucho ir y venir en las horas más extrañas. Pienso en M que a sus casi treinta no sabe que hacer para no seguir haciéndo nada…

Un camino equivocado también es un camino…Siempre que uno sea capaz de creer a ciegas en su destino, repuso mi amigo.

La cosa puede ser más o menos así. Antes de comparecer en escena, cada protagonista toma en sus manos el guión que habrá de defender cuanto tiempo sea menester. Ubica su posición en la historia. Toma noticia del contexto en el que ha de surgir. Asume los próximos movimientos a dar. Fantasea con las emociones que le serán dadas y por fin se arroja de lleno a la vida.



El personaje entra en escena amnésico, ignorante de lo que para él ha sido escrito. Va dando tumbos por su existencia, desaprendiendo, componiendo entuertos.

A veces, uno conecta de tal forma con la realidad del escenario, que olvida el fin último y se dedica a tomar por cierto todo cuanto ve, sin percibir que es atrezo y nada más. Acumula posesiones, sufre de envidia, colecciona frustraciones, consigue amar ciegamente lo material y solo de vez en cuando siente, en una región muy lejana de su corazón, que algo no encaja.

A veces, uno tropieza abruptamente con la realidad y en el fondo de su vida, en apenas un segundo, ve la luz. Consigue por fin desprenderse de todo cuanto objeto inútil le rodea e inmoviliza y da rienda suelta al texto que escrito lleva dentro.

Entre medias, estos mis compañeros de reparto: cabizbajos, medrosos de pisar charcos. Y fuera llueve, los cristales se empañan de pensamientos, en la costa tal vez la marea comienza a bajar… 


Foto: Rocío Brage.

lunes, 19 de noviembre de 2012

Historia



Ya nada tengo que decir, ni a ti ni a nadie, algo así sentenciaba un  personaje de Rayuela, ese ingenioso juego de Julio Cortazar para viajar de la tierra al cielo merced a pequeños saltos.

A la Historia, en cambio, le sucede justo lo contrario. Y es que siempre tiene algo que decir. Es como una mente en ebullición, activa a cada paso, incapaz de respetar meditación alguna. Actúa en todo momento y en las infinitesimales partes que éstos se descomponen.

Siempre algo que contar. Aunque nadie la escuche o haga caso. Puede suceder que sus palabras se pierdan en el aire de mañanas tranquilas y sonrosadas, en atardeceres lentos, lentos…en caminos de tierra por los que no se transita más que de cuando en ciento.

Así es como quedan enterradas aventuras y leyendas. Complejas vidas enteras huérfanas de un testigo que recuerde y hable por ellas. Odiseas anónimas, un día escritas en primera persona, hoy reducidas a escombro y cicatrices. Poesías heroicas que ninguno recita. Momentos inmaculados, genuinos, inolvidables pero olvidados…

Tomo entre manos la única foto que se conserva de mi bisabuelo, M. G. y me pregunto quién es ese señor de bigote recio que mira por primera y última vez a la cámara que lo enfoca. Fue necesaria la verificación de su nieta mayor, que frisa los setenta y tantos para tener certeza. Es él, dijo auscultando con los ojos cansados unas facciones que yacían en su infancia.

Poco sabría decir a día de hoy de su parte, después de mucho preguntar. Que era un hombre adusto, serio, tenaz. De profesión, carpintero de barcos. Ninguna otra seña. Ni de dónde vino ni a dónde es que se fue.

La Historia sabe, pero habló en su momento y no le gusta repetirse.
 
Hoy, pienso mientras recreo sus vidas posibles, vivimos al margen de las virtudes del anonimato. Es casi imposible obviar el detalle. Las vidas se digitalizan y exhiben. Uno no piensa y rumia en la intimidad, sino que expone en letras e imágenes para el resto de congéneres, conocidos o no, todo cuanto le acontece. No hay mesura.

Dentro de varios lustros, tal magnitud de ruido acumulado terminará por arruinar cualquier esperanza de conciliar el sueño y practicar el sosiego.

Estamos expuestos. A día de hoy, no basta con vivir la vida; para ser feliz es menester contarla a cada pálpito y circunstancia. Que toda la humanidad tenga la oportunidad de vernos, seguirnos y manifestarse.

En medio de tan compleja encrucijada me encontraba, degustando el último bocado del desayuno, cuando mi padre se puso en pie para recoger su taza. Antes de salir en busca de su día, sentenció todas mis congojas.

-      A mi edad el pasado no importa y el futuro no existe.

Usted, estimado lector/a, tendrá que imaginar el resto.

Foto: Autor desconocido.

lunes, 12 de noviembre de 2012

Banco



Viajar en un banco cualquiera de la calle, no es tarea sencilla.

P. lo sabe bien, de manera que cuando la noche cae, se concentra y pone en juego toda su destreza: primero dispone un cartón bien grueso a lo largo de la superficie, después viene la manta grosera que extiende doble, a modo de saco de dormir. Antes de disponerse en posición horizontal, un repaso a la bolsa del supermercado más barato del barrio y al rato la cena está servida.

Así es como, perseverando día tras día, se puede estar cada nueva mañana un poquito más lejos del hogar de partida.

sábado, 3 de noviembre de 2012

Náufragos



Es inevitable que en los días más extraños desees desaparecer de tu vida y surgir, de repente, en desconocidas coordenadas, siendo otro muy distinto.

Recuerdo, en la infancia, un vecino que había salido a pescar un domingo temprano y desapareció en la costa sin dejar ni rastro. Encontraron su coche intacto, la ropa y las artes de pesca, pero del individuo en cuestión nunca más se supo. Tuvieron que pasar muchos años hasta que las autoridades lo dieron por fallecido y su viuda pudo, al fin, respirar aliviada.

De tarde en tarde me gustaba imaginar al desaparecido en los parajes más exóticos, con esposa, hijos y un secreto con el que entretenerse todas y cada una de las noches insomnes que le restasen por vivir.

El mar como coartada. El mar que no deja rastros y guarda bien los secretos.

En cierta villa costera supe de una pequeña iglesia donde veneraban un cristo que tras los rigurosos días de temporal apareció varado en la arena de la playa.

Es conocido que en las poblaciones más ajetreadas por el oleaje, también las más aisladas, una forma de economía alternativa eran los extras que traía la marea. He oído hablar de acordeones, contenedores cargados de televisores, cajas de latas de mantequilla, zapatillas deportivas e incluso, por qué no, cristos a la deriva.

Las borrascas de verdad, siempre vienen por el mar.

Una noche hace muchas escuché narrar la historia de un marino que en sus años de juventud había arrojado una botella con mensaje en no sé que puerto caribeño y en los últimos años de su vida, ya cansado y ajeno al oficio, había tropezado en un arenal de otro continente con la misma botella y su propio mensaje.

El mar no quiere rehenes, tarde o temprano lo escupe todo a tierra.

Dino Buzzati, nos advirtió de un pez temible que, una vez que te encontraba y elegía, ya no dejaba de seguirte jamás. He tenido noticia reciente de una clase de niebla capaz de hacer desaparecer embarcaciones en mares tranquilos y apacibles.

Es por eso y por muchas otras variables que me guardo para mejor ocasión, que no se me ocurre dudar de la palabra del tipo con quien me tropecé uno de estos días pasados a la orilla de una playa desierta.

Poco se sabe del sujeto en cuestión. Al parecer ocupaba cargo de responsabilidad en un bufete de abogados de primer orden. Al final de una jornada maratoniana, pidió al taxista que lo regresaba a su apartamento, en una de las mejores vistas de la ciudad, que lo dejase a su merced en una apartada zona del muelle de trasatlánticos. La deshora de la noche, las noticias de los periódicos y las advertencias del conductor desaconsejaban la operación, pero el náufrago había decidió seguir su implacable vocecita interior. Pronto el auto amarillo se perdía en la oscuridad de un costado.

El náufrago aflojó entonces el nudo de la corbata, se deshizo de la americana, desabrochó el cinturón y vació de botones los ojales de la camisa.

Dice que vio sobre el horizonte una intensa luz que transmitiendo en código lo mandaba llamar. Como un aullido salvaje, una oleada de luminosidad blanca e irrenunciable que disipaba las sombras y le revestía el interior de curiosidad y anhelo.

Asegura que nadó durante horas y horas, hasta que consiguió dejar a sus espaldas todo el océano.

Quién sabe nada. Le presté una sudadera y un pantalón roído por los bajos. Ofrecí desplazarlo al pueblo más cercano en mi coche.

-         Gracias, es aquí.- sentenció sin más explicación.



De regreso a casa, recordé que me había saltado la hora de la comida con tanto ajetreo.  Reinaba en el cielo una luz extraña, cargada de imposibles.

El mar, como los abrazos, lo cura todo. Si no te mata antes en el intento, claro.

Foto: Rocío Brage.