En esta geografía donde habito no existen las medianías
ni los entretiempos: o verano, o invierno.
Rápidamente el otoño tomó cuerpo de temporal e invernó de
la noche a la mañana. En las papeleras florecen los paraguas quebrados, por las
calles discurren mareas descontroladas, las hojas de los árboles se tiran de
cabeza al suelo.
Huyendo del vendaval, mientras esperamos a que amaine, me
cuentan la historia de A., un
personaje corriente entre la multitud.
Hace y tantos años que trabaja en la cocina de un
restaurante, a ración diaria de 12 horas. Un día cualquiera su esposa le dice
que hasta allí han llegado, reparten adioses, recuerdos, objetos resumen de una
vida y cada uno camina por su lado. En primera instancia A. decide vivir solo pero en corto plazo recibirá en acogida al
hijo primogénito que ya es mayor de edad y en los últimos tiempos coqueteó en
exceso con las drogas.
- No pasa nada. - dice A. Seguimos...
Como la vida siempre ofrece tregua, hasta en el más crudo
invierno, al corazón que lo merece, A.
acaba encontrando cobijo en brazos de una nueva pareja con la que pronto se
dispone a compartir. Lástima que la vida también sepa morder, así que su chica
trae cara oculta pues convive a diario con esa mirada distinta que es la
enfermedad mental.
- No pasa nada.- dice A. Seguimos...
Para entender el lenguaje de la vida, A. lee desordenadamente por las noches,
trabaja a destajo por el día y arrastra a todas horas infinito sueño por dentro.
A veces, en la cara de la gente, uno puede ver personas.
Estén atentos a los alrededores, el señor con el que comparte usted asiento en
el autobús o en la consulta del médico, puede ser un ángel vestido de paisano.
No para de llover. Me parece que es hora de mojarse.