Despierta a una hora incierta, en esa
frontera difusa que va desde el final de la tarde a la entrada de la noche. El
día se disuelve como un azucarillo en una infusión.
El cuerpo, aun abotargado, sufre el envite
del contacto exterior. Navega en la calle como un bote a la deriva, entre sueño
y realidad, adivinando qué cosas puede tocar con los dedos y cuales son inasequibles
a los sentidos. Esquiva la multitud feroz que se desenvuelve torpe y ciega por
las aceras, supera tumultos aguerridos en las paradas de autobús. Gente que regresa
a casa, gente en fuga, gente persiguiendo gente.
Todo parece dirigirse de manera autómata,
como si fuese un gran algoritmo quien gobernase la ejecución concatenada de
cada detalle.
Deambula, paladea el suelo con los zapatos,
despierta de a poco y toma conciencia. Recuerda su nombre, edad y casuística.
Pone sentido a sus pasos y descubre un horizonte temporal por delante. Así que
se deja ver por los bancos de los parques, lee restos de periódico que hablan
de otros mundos, disfruta con la atención plena en lo que viene y lo que va.
Su camino dibujó un hilo dorado de nudos y
recovecos, a lo largo y ancho de la ciudad. Queda un rastro, un olor, una
sombra que dice que por allí paso.
Madrugada. Las manos en los bolsillos y el
cielo estrellado, milagrosamente sostenido sobre su cabeza. El negocio echa la
verja y ella se despide del resto. Terminó su turno en la gasolinera. Él la
recibe con un hola que apenas se despega de sus labios. Las manos abandonan
lentamente los bolsillos y abarcan su espalda.
Es hora de regresar. De verdad que mañana
será otro día. Ella camina cabizbaja, presa de un ritmo frenético que no acaba
de rendirse. Él la mantiene erguida contra sí. Entonces levanta la cabeza,
enfrenta el manto estelar y busca con verdadero desasosiego una luz que pueda
reconocer.
El viento del nordeste le bifurca la cara. Cualquier
día de estos va a tener que confesarle que su reino no es de ese mundo.