Ya nadie se acuerda, pero la primera vez
que se vino abajo un edificio en la ciudad, se armó un buen revuelo. Fue
portada en los dos periódicos locales y la televisión abrió el telediario con
la noticia.
Hoy el suceso se pierde en las hemerotecas
sin pena ni gloria y en el solar sigue ondeando el mismo esqueleto sin vida.
Una estructura de vigas podridas y sendas paredes de otras viviendas, componen
un triste hueco de aire por el que ver pasar las nubes.


Allí nada se mueve. O envejeció o está en
ello. Hasta los jóvenes semejan ancianos, a decir de la lentitud de su ritmo
cardiaco. Nadie se altera, nadie cambia el paso o desfigura el rictus elegante…y
mientras tanto, la epidemia continúa avanzando.
Los edificios se cierran a cal y canto. La
lluvia sin misericordia los orada y destiñe. El viento del sur los sacude sobre
sus cimientos y, por fin, un buen día se desmoronan. De una sola vez o a
milésimas partes que acaban por componer un todo sin que nadie sepa cómo. El
desalojo avanza como un ejército sin piedad: edificios, manzanas, barrios.

Recojo los cubiertos del desayuno. Afuera
aun no amaneció. Tengo la ventana abierta por la que va ingresando el ambiente
húmedo. A lo lejos, un zumbido de coches. De repente, suena en el horizonte un
trueno que tarda en disolverse…
La ciudad prosigue su derrumbe, sin prisa
pero sin pausa.
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