viernes, 14 de marzo de 2014

Ay

Es difícil estar vivo…

Nuestra naturaleza dice de nosotros que somos una fragilidad inescrutable.

De repente estás y al de repente siguiente ya has saltado por los aires. Visto y no visto.

Conduces a 75 km/h por una carretera secundaria y un mal giro te estampa contra una farola. Caminas tranquilamente por la calle y un mal rayo fractura tu corazón. Descansas distraído las penas de una larga jornada y desde una cornisa el viento desprende una teja que va a por ti…

Te habrás despertado frisando las diez de la mañana. Es un domingo de sol después de docenas de días atrapados por el gran chaparrón. Todo está tranquilo. Tu esposa hace ruido en la cocina con la cacharrería del desayuno y a los pequeños, 3 y 9 años, se les escucha de fondo, puede que en el jardín.

Es un día especial, el de 3 años está de cumple y toca celebración. Al finalizar la jornada, cargarás el petate al hombro y partirás cabizbajo rumbo a tu destino. Son ya unas cuantas veces, pero no deja de pillarte por sorpresa la sensación.

Recuerdo cuando yo era pequeño, como esos que ahora trastean por tu casa. Mi padre se pasó más de treinta años embarcando y desembarcando. Navegando tres o cuatro meses y obteniendo a cambio dos para descansar. Nunca dejó de acongojarle el momento de la partida y nunca dejé de percibirlo como el hombre que iba y venía, casi no daba tiempo a sentarse a charlar un rato…

Así que el día transcurre vertiginoso, la sobremesa se alarga con la tarta, las velas, los regalos…y por fin suena la campana. Un autobús te recoge en la puerta del hogar a eso de las ocho. Junto con otros compañeros partes a la costa vecina desde la costa que lame tu jardín. Eres marinero y andas enrolado en un barco de pesca. Tienes 33 y antes de esa, tuviste otras ocupaciones que te permitieron llevar el pan a casa. Dicen que en el mar no hay paro, por algo será.

Lo de la pesca es provisional, te dices a ti mismo mientras el autobús devora kilómetros, hasta que la cosa mejore y puedas encontrar algo entierra.

El viaje transcurre en un abrir y cerrar de ojos. Llegáis a puerto envueltos en la noche y embarcáis enseguida. Del asiento del autobús al catre del pesquero. La bóveda plateada se refleja en la superficie lisa del mar. Después de tanto temporal, llegó la calma.

Así que se encienden los motores y comienza el vaivén del barco, ese del que cuesta desacostumbrase cuando vuelves a pisar tierra. Todos a la cama y en el puente el patrón guiando destinos. Seguro que en casa ya duerme tu esposa, los pequeños que mañana tienen colegio. Día de emociones.

Y de repente una embestida que te despierta del sueño, como un puñetazo que partiese el espinazo del barco de forma certera. Tomas conciencia del lance preso de un sofoco histérico. No da tiempo a nada más. El agua de te llega al cuello y te engulle. Lo piensas todo otra vez, a toda velocidad, y finalmente el telón se cierra sin piedad. Tu cuerpo empapado en sal, apagándose, y los ojos muy abiertos que ya no saben mirar. Punto y final. Así, de repente…

Maldita tu suerte.

Cuando se enteren en casa. Cuando se enteren.

Y hoy es el día que sigues aun allí abajo. Enredado en artes y algas. Rodeado de mar por todas partes. Mientras, se acerca otro domingo a tu casa. Un domingo de no cumpleaños y todos esperan noticias de ti.

Lo que no saben es que tú ya no estás allí. Allí solo queda una forma marchita que recuerda vagamente a ti y el melancólico paisaje de fondo. Tú te marchaste de puntillas y sin mirar atrás.


Cuando se enteren en casa. Cuando se enteren.





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