Tengo que confesar que me he excedido en
mis labores profesionales.
Te sigo a todas partes y en cada momento,
casi de manera obsesiva. No te dejo ni de día ni de noche. Cuando te dispones a
cruzar por un paso de cebra o la carretera en el lugar menos visible, yo vigilo
a escasos metros de tu espalda, cuidando la ejecución, sin perder el rastro de
tu estela ni por un segundo.
Muchas veces dedico las noches a escrutar,
desde la calle, tu ventana con luz. Cualquier farola me sirve de parapeto,
cualquier banco me presta soporte. Hasta tiempo después que la vida se apagó
tras los cristales, no desaparezco, y aun así, continuo velando tus sueños
desde la sombra.
Estoy atento a tus maniobras con el coche
cada vez que se te ocurre conducir. Varias veces me he sentado a tu vera en el
autobús urbano o justo en la fila de atrás en el cine. En los ascensores,
olfateo el dulce olor de tu cabello.
Te veo pasar repetidas veces por la calle, con tus amigas. Sé en que esquina aguardar emboscado. Te observo a escasos
metros cuando el chico más alto de la fiesta te acompaña de regreso al hogar.
Espío cada jugada. Vivo detrás de todos los
escondites. Me guarezco en el lugar más insospechado. Adopto la forma menos
sugerente. Palpito al ritmo de tu ritmo.
Soy el tipo que cuida de ti, día tras día,
sin levantar sospechas. Soy el encargado de proteger tus heridas. Soy la chispa
que corrige tus despistes más fatídicos…
Soy, tu ángel de la guarda, por los siglos
de los siglos.
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