viernes, 11 de abril de 2014

Creer

No existe solución única. Todas valen y ninguna sirve.

Si tuviese que enumerar cada vía religiosa y sus distintas corrientes, estaría escribiendo toda la vida.

Pasaremos ya de los 7 mil millones y no hay nadie sobre la áspera superficie de la tierra que sepa lo que hace aquí.

15 mil artículos científicos publicados por día y ninguno explica, aunque sea de forma vaga, que hacemos tú y yo aquí, a cada rato que pasa.

He visto gente embarcada durante años en batallas inútiles para nada. Empeñados en vivir cada día encaramados a su creencia, como si pilotasen un caballo desbocado en una noche desesperante.

Cuenta la historia que entre 55 y 60 millones de personas perdieron la vida durante la segunda guerra mundial. Ay, la triste locura del hombre, ciego y sordo, perdido en este valle de lágrimas sin más compañía que su empecinada creencia.

Conozco cientos de predicadores, entusiasmados ante el ardor de su público, que no dudan, ni por un segundo, del peso de sus palabras.

Hay tantas verdades gritándose ahí fuera, que por fuerza todas tienen que ser falsas.

Creemos todos los días, sin interrupción. Nos embarcamos en nuestra cruzada personal, a sangre y fuego.

Si no hay dos personas iguales en este planeta dejado de la mano de Dios, ¿cómo va a haber dos creencias iguales?

Creer a ciegas. Creer por la mañana y descreer  al anochecer. Creer en el gran escenario sobre el que vamos desfilando como bailarinas de ballet.

J. se subió al coche de su hijo el martes por la mañana. Hace muchos años, apenas con treinta, le mandaron ir a toda prisa a la fábrica en la que trabajaba su mujer. Cuando llegó, ella ya había fallecido. No dio tiempo a más.

J. abordó el resto de la vida caminando asolas, con su único hijo en el debe. Sin entender mucho que hacía allí, cargado de paciencia.

Así que se subió al coche de su hijo el pasado martes, superadas las ochenta primaveras. Y con los primeros rayos del sol esquivando las nubes, un rayo certero le fracturó, al fin, el corazón.


A la hora de esta crónica, J.  dejó de creer, y ya sabe sin asomo de duda.


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