viernes, 18 de julio de 2014

Confesión

Había sido una mañana durísima. El teléfono no paró de sonar desde bien temprano, y por alguna alteración astrológica, a todo el mundo se le antojaba hablar a gritos, golpeando con energía la mesa y amenazando con ultimátums de todo tipo.

A las tres de la tarde decidió que no comía. En la calle un tórrido sol regaba las aceras y martillaba las cabezas de los viandantes. Solo le apetecía borrar la jornada de un plumazo y estar en otro sitio. Bien lejos. Cuanto antes.

Despertó a media tarde. Por los poros de la persiana se filtraba una luz amarilla que le hizo pensar en una enfermedad grave.

Estaba desnudo y ella, a su lado, también.

Recordó entonces: las llamadas insistentes, los reproches, el calor demoledor…

Pasó la mano varias veces por su espalda y por la piel rodó una gota de humedad. Ella agradeció el gesto con un par de palabras afectivas.

Comprendió, enseguida, que allí no quedaba mucho por hacer y además la alarma del teléfono móvil le recordó que debía de recoger a su hija pequeña a la salida de la clase de piano.

Se levantó, dispuso la ropa sobada sobre el cuerpo, acomodó las prendas y el pelo ante el espejo y salió sin despedirse…

En la mesilla, bajo el despertador luminoso, relucían un par de billetes de 50.



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