Ojo por ojo y el mundo se quedará ciego
La historia viene de lejos, es bien
conocida, pero precisamente por eso conviene contarla otra vez.
Érase una vez una ciudad sagrada, dividida
en dos por una frontera invisible, sinuosa, un fino alambre sobre el que
balancearse peligrosamente.
Estratégicamente ubicados en cada lado de
la frontera, elevados, velando por los sueños y el orgullo de su pueblo, dos
ojos que apenas pestañean. Dos soldados en imaginaria. Dos vigilantes que
guardan y hacen guardar la ley, caiga quien caiga…
Dos francotiradores impolutos que abrazan
su gatillo como si acariciasen su propia alma. Como el accionamiento metálico
es sensible y el umbral de la provocación está por los suelos, cada vez que
algo se sale de su sitio, al otro lado de la frontera: calibran, apuntan y
derriban.

Tardarán días en detenerse, es la inercia.
Además, todos los derribados suponen una
causa justa, faltaría más.

¿No se cansan de su esfuerzo inútil? ¿No les
agota tanta derrota repetida? ¿No les aterra vivir enamorados de en un destino
en el que exterminas o eres exterminado?
El infierno es una batalla que no se puede
ganar jamás.
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