viernes, 29 de mayo de 2015

Nordeste



Despierta a una hora incierta, en esa frontera difusa que va desde el final de la tarde a la entrada de la noche. El día se disuelve como un azucarillo en una infusión.

El cuerpo, aun abotargado, sufre el envite del contacto exterior. Navega en la calle como un bote a la deriva, entre sueño y realidad, adivinando qué cosas puede tocar con los dedos y cuales son inasequibles a los sentidos. Esquiva la multitud feroz que se desenvuelve torpe y ciega por las aceras, supera tumultos aguerridos en las paradas de autobús. Gente que regresa a casa, gente en fuga, gente persiguiendo gente.

Todo parece dirigirse de manera autómata, como si fuese un gran algoritmo quien gobernase la ejecución concatenada de cada detalle.

Deambula, paladea el suelo con los zapatos, despierta de a poco y toma conciencia. Recuerda su nombre, edad y casuística. Pone sentido a sus pasos y descubre un horizonte temporal por delante. Así que se deja ver por los bancos de los parques, lee restos de periódico que hablan de otros mundos, disfruta con la atención plena en lo que viene y lo que va.

Su camino dibujó un hilo dorado de nudos y recovecos, a lo largo y ancho de la ciudad. Queda un rastro, un olor, una sombra que dice que por allí paso.

Madrugada. Las manos en los bolsillos y el cielo estrellado, milagrosamente sostenido sobre su cabeza. El negocio echa la verja y ella se despide del resto. Terminó su turno en la gasolinera. Él la recibe con un hola que apenas se despega de sus labios. Las manos abandonan lentamente los bolsillos y abarcan su espalda.

Es hora de regresar. De verdad que mañana será otro día. Ella camina cabizbaja, presa de un ritmo frenético que no acaba de rendirse. Él la mantiene erguida contra sí. Entonces levanta la cabeza, enfrenta el manto estelar y busca con verdadero desasosiego una luz que pueda reconocer.

El viento del nordeste le bifurca la cara. Cualquier día de estos va a tener que confesarle que su reino no es de ese mundo.  

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