miércoles, 6 de junio de 2012

Deriva


El canto desacostumbrado de un pájaro mensajero te puede salvar la vida. En el último momento, cuando ya nada se espera.

Recordó haber oído o leído que tras el maremoto de Japón, meses después, un pesquero oxidado, corroído por la intemperie, había llegado con rumbo cierto frente a las costas de Canadá. La fuerza de la ola lo había puesto en marcha y la deriva hizo el resto.

Cosas que cuando se mueven ya  no pueden pararse.



Levantó la cabeza hacia su espalda y escudriñó la pared de rocas por la que había descendido hasta la orilla, a veces con las manos en los bolsillos. Fuera, media docena de pesqueros levantaban las redes y cambiaban de ubicación. En el suelo raso del mar florecieron las aletas de una pareja de delfines.

Allí estaba, por fin. El sol declinaba, limitando arriba y abajo con una franja horizontal de nubes. Tuvo a bien iluminarle, como un foco sobre un escenario. Bueno, estaba hecho, consistía en avanzar medio paso sobre las rocas descubiertas por la marea baja, entrar vestido en el océano y nadar hacia dentro sin prisa, sin destino.

El frío haría su trabajo pronto. Llegado el momento la boca cedería y permitiría la entrada del líquido salado hasta hinchar las entrañas. Sería algo rápido. Después el mar jugaría con el cuerpo inerte a su antojo, toda la noche tal vez, y por lo mañana lo posaría mansamente sobre la arena.

Todo ha terminado, pensó.

Imaginó la deriva, la filigrana de improbables que hasta allí lo habían conducido. Levantó el pie, sintió la humedad y desde un lateral llegó el gemido afónico de un pájaro negro, pequeño, despeinado, que lo miraba fijamente a los ojos.

El sol se puso y al mismo tiempo amaneció al otro lado del horizonte. Cosas que cuando se mueven ya no pueden pararse.

En las próximas horas, en lugar lejano, Venus cruzaría parsimonioso por delante de la estrella amarilla. Algo que sólo sucede tres veces cada mil años.

A lo mejor merecía la pena esperar un rato.

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