El canto desacostumbrado de un pájaro mensajero te
puede salvar la vida. En el último momento, cuando ya nada se espera.
Recordó haber oído o leído que tras el maremoto de
Japón, meses después, un pesquero oxidado, corroído por la intemperie, había
llegado con rumbo cierto frente a las costas de Canadá. La fuerza de la ola lo
había puesto en marcha y la deriva hizo el resto.
Cosas que cuando se mueven ya no pueden pararse.
Levantó la cabeza hacia su espalda y escudriñó la
pared de rocas por la que había descendido hasta la orilla, a veces con las
manos en los bolsillos. Fuera, media docena de pesqueros levantaban las redes y
cambiaban de ubicación. En el suelo raso del mar florecieron las aletas de una
pareja de delfines.
Allí estaba, por fin. El sol declinaba, limitando
arriba y abajo con una franja horizontal de nubes. Tuvo a bien iluminarle, como
un foco sobre un escenario. Bueno, estaba hecho, consistía en avanzar medio
paso sobre las rocas descubiertas por la marea baja, entrar vestido en el
océano y nadar hacia dentro sin prisa, sin destino.
El frío haría su trabajo pronto. Llegado el momento
la boca cedería y permitiría la entrada del líquido salado hasta hinchar las
entrañas. Sería algo rápido. Después el mar jugaría con el cuerpo inerte a su
antojo, toda la noche tal vez, y por lo mañana lo posaría mansamente sobre la
arena.
Todo ha terminado, pensó.
Imaginó la deriva, la filigrana de improbables que
hasta allí lo habían conducido. Levantó el pie, sintió la humedad y desde un
lateral llegó el gemido afónico de un pájaro negro, pequeño, despeinado, que
lo miraba fijamente a los ojos.
El sol se puso y al mismo tiempo amaneció al otro lado
del horizonte. Cosas que cuando se mueven ya no pueden pararse.
En las próximas horas, en lugar lejano, Venus
cruzaría parsimonioso por delante de la estrella amarilla. Algo que sólo
sucede tres veces cada mil años.
A lo mejor merecía la pena esperar un rato.
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