lunes, 20 de agosto de 2012

Jesús


Hay días tan frágiles que una solitaria brisa te podría arrancar el alma.

Un filósofo alemán, ya casi olvidado, Fitche, afirmó que la realidad no se revela a través de la contemplación sino a través de la acción. Así, aquel que observa el mundo es sólo un hombre a medias, pues su otra mitad yace aletargada hasta que un estímulo desencadena su actividad.

Sería por eso que aquella tarde, a la hora de la siesta, decidió por fin abrir los ojos y tomar lenta posesión del espacio que ocupaba, donde él, sin duda, era pieza destacada y principal.

Primero, desembarazó de la atadura el brazo izquierdo y después, en un gesto mucho más certero, liberó de su prisión el derecho y los pies. No todos los músculos obedecían sus deseos, pero era un hombre decidido y al poco rato ya caminaba por el pasillo rumbo al exterior.

Parece que no se volvió a mirar la cruz vacía, presidiendo el altar mayor.

Fuera, un sol insano caía a plomo. Pese al chaparrón, la plaza lucía alboroto. J tenía una sed letal, así que se acercó al puesto de los helados y pidió por favor un poco de agua. ¿Fría o del tiempo?, preguntó el administrador del puesto. 1,50, caballero. Pues entonces lárgate ya que aquí no estamos para regalitos.

J mesó los cabellos y enjugó la sequía de la garganta con un resto de saliva. Ahora notaba la presencia de un par de sanitarios al pie de una ambulancia, tratando de reanimar un cuerpo fulminado sobre un banco. Llegó hasta ellos. El viejete apestaba a alcohol y el médico ordenó a los suyos que lo dejaran, que era irreversible. J adelantó el cuerpo, tapado apenas por una túnica, y dijo con voz soberana que nada era irreversible. Justo cuando dirigía un dedo hacia el corazón del vagabundo, un policía lo tomó por el cuello y lo alejó a empellones, mientras lamentaba tanto “perroflauta” pululando sin rumbo por la ciudad.

Un coche estuvo a punto de llevárselo por delante en un paso de cebra. El tipo bajó la ventanilla y lo invitó a morirse para que no estorbase más. A las siete le habían robado la túnica. A las ocho le habían puesto una multa por caminar semidesnudo por las calles. Pidieron una ambulancia que lo desplazase al hospital siquiátrico.

Desubicado, perdido en un mundo desmesurado y feroz, huyó a las carreras y no paró hasta que el mar le salió al encuentro. Anochecía. Las olas ladraban a escasos metros de su posición. Una tristeza imposible de gobernar le anegaba el corazón.

Entonces pensó en dejarse llevar y arrojar el cuerpo al agua para salir de allí cuanto antes. Se frenó. Supo al instante que ni siquiera el mar le daría cobijo en su seno y muy pronto lo estaría escupiendo de nuevo fuera.

Dios mío, por qué me has abandonado, por qué, sollozó justo antes de que una mano firme y cálida se posara sobre su espalda. J lloraba como un niño asolado.

- Tranquilo…tranquilo…todo ha terminado.

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