miércoles, 29 de agosto de 2012

Robinson


Ya no quedan paraísos.

Con el correr del tiempo, los paseos a solas y los monólogos íntimos hasta el amanecer, pasaron a engrosar el recuerdo. A lo largo del perímetro de costa se levantaban edificios y en el mejor arenal de la isla florecieron un par de chiringuitos abiertos hasta la madrugada.

La música se trufaba con el salitre en el aire de la noche. Siempre olía a pescado a la parrilla, a aceite refrito, a crema solar. Por lo demás, imposible refugiarse en el silencio.

Robinson mesó los cabellos de la barba una vez más y recordó los viejos tiempos, donde podía campar a sus anchas por cuanto recoveco de la isla se le antojase, sin miedo a topar con nada que no fuesen sus propias huellas en la arena.

Ahora era distinto, muy distinto. Los apartamentos se alquilaban por quincenas. Había docenas de puestos con bermudas y chancletas. Cualquier idioma no era el suyo. Inútil pensar, encontrar el aliento secreto que le permite a uno vivir en paz consigo mismo.

Un todo terreno rugió en la pista de tierra y pronto, al abrirse las puertas, descendió una marabunta de cuerpos bronceados y tersos, acompasados por el ritmo enfermizo de un bombo ensordecedor.

Sobre la duna, con los pantalones raidos y la piel curtida por el iodo, Robinson cerró los ojos, levantó la cabeza al azul y deseo con todas sus fuerzas que fuese otoño cuanto antes.

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