De vez en cuando me gusta infiltrarme en
las visitas guiadas. Me hacen pensar que en el fondo formo parte de una manada
y me guío por sus mismos códigos.
Al entrar en el palacio descubro que la
visita está a punto de comenzar y que dispongo de 3 euros en el bolsillo. Me
apunto entonces a la fiesta y, mientras la guía que me ha vendido el último
billete concluye los preliminares, deambulo por la escalinata regia observando
las fotos del pasado que hablan de una sencilla villa marinera que ya no
existe.
Aun me retienen los recuerdos en papel
impreso cuando iniciamos el paseo por la casa del señor Marqués, dirigidos por
la afectada y altiva voz de nuestra conductora, que desgrana en tono teatral,
vida, obra y milagros del primer propietario del palacio.
Se me ocurre que para ser una “casa” en la
playa, el Marqués ha mandado construir un sinfín de chimeneas, cada una más
compleja que la anterior en su arquitectura. Es como si hubiesen sido diseñadas
para quemar en ellas sus mejores sueños y esperanzas.
La voz engolada de la anfitriona
circunstancial, me embriaga hasta el límite de mis posibilidades. Me subyuga su
incomparable capacidad para hablar ante la multitud como si estuviese radiando
un entierro.
La luz de las estancias amarillea, lucen
deshabitadas de muebles y recuerdos. Queda lo que nadie quiso llevarse. El
momento cumbre se produce en una especie de recibidor que comunica dos amplios
espacios. Cuatro paredes, una ventana y dos puertas en línea recta, generan
sensación de continuidad.
Cuatro paredes: tres cuadros y una ventana.
Al fondo, el señor Marqués. A un lado su
primogénito, fallecido de tuberculosis a la tierna edad de veintitantos.
Finalmente y enfrentado a este último, el hijo menor, heredero de título y
fortuna, pero fallecido sin descendencia.
Me giro a la orden de la voz en off. Por la
ventana puede verse el panteón construido por el Marqués para dar sepultura a
su amadísimo hijo mayor, erigido en su honra y para nuestra admiración.
Mis compañeros de excursión se afanan con
las instantáneas de los nobles. Otros renuncian a la captura de las imágenes y
ya cambiaron de ambiente. Me quedo solo.
Nuestra guía, a golpe de gracia
incomparable, abandona la estancia haciéndonos notar lo altos, guapos e
inmensamente ricos que eran los señores Marqueses.
Resisto aun en la sala ya vacía. Las voces
navegan a la deriva y transmutan en ecos del pasado. Contemplo los rostros circunspectos y
graves que me observan sin ver, desde sus ubicaciones en la pared. Fuera avanza la
tarde sobre el césped recién cortado. El panteón, edificado con exquisito gusto
gótico, otorga gravedad y trascendencia al escenario.
Crepita, a lo lejos, el tono narcótico de
la narración. Los ojos del Marqués me parecen extraviados, tan tristes que no
consigo desliarme de su influjo.
Se va la tarde sin remedio y con ella el séquito. Agacho la
cabeza, retomo el camino perdido y aventuro, como despedida, un descanse en paz, señor
Marqués.
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