La ciudad se estremeció cuando saltó
la noticia y pronto, el país entero, se contagió del temblor.
Dicen que la Madre Tierra, llegado el
momento, sabrá cómo hacer para poner freno a esta locura expansiva de los
humanos a la conquista del último rincón virgen del planeta. Por eso, cuando
apareció el virus, no fueron pocas las voces de los profetas que anunciaron el
ansiado ajuste de cuentas de la
Madre, ser vivo, contra sus hijos, que como virus letales se
expanden dejando tras de sí cielos tupidos de polvo negro y suelos arañados por
la acidez más funesta.
El caso es que morían por docenas en el
televisor. El virus danzaba a sus anchas en países sin alcantarillado, sin
atisbo de sanidad y dónde tú mismo eres toda la suerte que puedes esperar.
No pasa nada, pensó el Gran Hermano del
Norte, aquí estaremos a salvo. Altas alambradas, guardias armados y el ojo que
todo lo ve, guardan nuestros sueños inocentes y dulces. Así que seguimos como
si nada, tranquilamente viviendo noches eternas y amaneceres de amor y lujo…
Hasta que floreció el día en que saltó la
noticia del primer caso de virus en la cara feliz del mundo.
Un sorpresivo suspiro se extendió por el hemisferio.
Cientos de medios se movilizaron. Una legión de sanitarios se volcó con la
infectada. Las autoridades impusieron el toque de queda en las calles y la
población no salía al exterior sin lucir una mascarilla para filtrar el aire
impuro.
En el televisor seguían muriendo por
docenas, pero ahora mis vecinos reparaban de soslayo en la tragedia.
Aun así, el fin del mundo tendría que
esperar en el Gran Hermano del Norte. La cuarentena y los medicamentos
experimentales surtían efecto. El tiempo pasaba despacio, sin que ningún otro
caso disparase las alarmas. Pronto, la paciente, abrumada por la expectación,
respiraba aire limpio en compañía de sus iguales más cercanos, mientras los
espectadores aplaudían satisfechos. La enferma, ya sanada, daba las gracias
emocionada, casi grogui, superada por el circo mediático que iba creciendo a su
alrededor.
El resto de la historia, es bien conocida.
Un ejército de periodistas se agolpó durante días a la puerta de su casa, y
cada vez que la paciente asomaba su cansado gesto, las preguntas se disparaban
como balazos: ¿A qué huelen las nubes?
¿Qué te hizo mamá hoy para comer? ¿Con que sueñas por las noches?
Mientras tanto, al otro lado de la valla
que nos separa del infierno, lejos de los focos, la jauría de desamparados se
duplica por minutos. A los que les sube la fiebre se les conmina a ubicarse en
la quietud de un rincón, que no toquen sus manos el alambre…pronto serán
cadáveres y solo entonces se procederá con el protocolo descrito por la
autoridad.
A la hora de esta crónica, el virus cabalga
cual jinete del Apocalipsis. Ganan fuerza los pronósticos más aciagos. Así que
no lo duden, señoras y señores, pasen y vean el espectáculo más grande jamás
contado.
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