Al final de día, sintió una punzada de
soledad. Como si en un aciago paseo por los jardines de palacio, se hubiese
clavado la espina de un rosal en la piel del corazón.
Pero hacía ya mucho tiempo que no paseaba
por los jardines. Mucho tiempo ya, en realidad, que no le dejaban disfrutar un momento
de soledad. Siempre había alguien cerca, atento a sus gestos más
imperceptibles: el movimiento de una mano, una ceja enarcada, cierta duda al
caminar. Cuando no estaba a su vera un secretario personal, percibía la sombra
de un escolta velando su espalda. A la hora de dormir, compartía alcoba con una
mujer que ya no reconocía, una especie de perfecta muñeca de porcelana.
Los días se repetían sin descanso. Unos milimétricamente
idénticos a otros. Esa mañana, sin ir más lejos, había firmado cartas con los
ojos cerrados. Después, le había tocado tomar un avión para volar al país
vecino. Recepción en el palacio presidencial. Besamanos y genuflexiones. Por
fortuna, había desarrollado en los últimos tiempos, una extraordinaria
habilidad para mostrar atención en el exterior mientras por dentro se dejaba
llevar con sus cosas. Pensaba en árboles centenarios, en un café humeante sobre
la barra de un bar, en lugares en los que no estaría nunca.
Finalizado el almuerzo oficial, discurso en
el parlamento ante centenares de diputados y diputadas. Todos los discursos
del Rey son iguales. Alguien debe de meter las mismas palabras de siempre en
una coctelera para servirlas según salen, sin apenas aderezos. Basta emplear términos
como: fraternidad, paz, impulso, compromiso, unión ante la adversidad, lealtad,
hermanamiento, altura de miras, libertad, progreso…
Últimamente, al completar cada discurso, sentía
cierto hastío en el estómago, un reflejo de nausea que no llegaba a cuajar. Lo
atribuía precisamente a la constante narración de párrafos vacíos de contenido,
carentes de pasión, leídos como quien desgrana nombre, apellidos y documento de
identidad de un listado de opositores. Palabras manoseadas y huérfanas de
significado, que narraban una realidad inexistente, de pura bonhomía
inoperante. Palabras sin acción. Palabras de azúcar. Palabras que se llevaba la
brisa. Palabras, palabras, palabras…
Su Majestad, tras un encuentro privado con el
presidente de la República a la hora del té y las pastas, emprende regreso a
casa. En el avión privado chispean las luces rojas y la escalera está
desplegada. Sobre la pista, los anfitriones saludan hieráticos con la mano
alzada.
Ahora, en pijama y descalzo, repasa antes
de irse a la cama, la agenda del día siguiente. A primera hora, acto festivo en
la academia de policía. Al mediodía, audiencia con el ministro de asuntos exteriores
de Bulgaria. En sesión vespertina, inauguración de una feria comercial…
Sí, es hora de irse a dormir. Las
zapatillas bien dispuestas en la alfombra. Ya no da el día para más. Soñará,
como siempre, que en algún lugar de su reino hay una desamparada princesa que
espera ser rescatada de un hechizo, que en algún recóndito confín de su vasto territorio,
hay una causa justa por la que, por fin, batirse el cobre.
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