Hay días tan frágiles que una solitaria brisa te podría
arrancar el alma.
Un filósofo alemán, ya casi olvidado, Fitche, afirmó que
la realidad no se revela a través de la contemplación sino a través de la
acción. Así, aquel que observa el mundo es sólo un hombre a medias, pues su
otra mitad yace aletargada hasta que un estímulo desencadena su actividad.
Sería por eso que aquella tarde, a la hora de la siesta,
decidió por fin abrir los ojos y tomar lenta posesión del espacio que ocupaba,
donde él, sin duda, era pieza destacada y principal.
Primero, desembarazó de la atadura el brazo izquierdo y
después, en un gesto mucho más certero, liberó de su prisión el derecho y los
pies. No todos los músculos obedecían sus deseos, pero era un hombre decidido y
al poco rato ya caminaba por el pasillo rumbo al exterior.
Parece que no se volvió a mirar la cruz vacía,
presidiendo el altar mayor.
Fuera, un sol insano caía a plomo. Pese al chaparrón, la
plaza lucía alboroto. J tenía una sed letal, así que se acercó al puesto de los
helados y pidió por favor un poco de agua. ¿Fría o del tiempo?, preguntó el administrador
del puesto. 1,50, caballero. Pues entonces lárgate ya que aquí no estamos para
regalitos.
J mesó los cabellos y enjugó la sequía de la garganta con
un resto de saliva. Ahora notaba la presencia de un par de sanitarios al pie de
una ambulancia, tratando de reanimar un cuerpo fulminado sobre un banco. Llegó
hasta ellos. El viejete apestaba a alcohol y el médico ordenó a los suyos que
lo dejaran, que era irreversible. J adelantó el cuerpo, tapado apenas por una
túnica, y dijo con voz soberana que nada era irreversible. Justo cuando dirigía
un dedo hacia el corazón del vagabundo, un policía lo tomó por el cuello y lo
alejó a empellones, mientras lamentaba tanto “perroflauta” pululando sin rumbo por la ciudad.
Un coche estuvo a punto de llevárselo por delante en un
paso de cebra. El tipo bajó la ventanilla y lo invitó a morirse para que no
estorbase más. A las siete le habían robado la túnica. A las ocho le habían
puesto una multa por caminar semidesnudo por las calles. Pidieron una
ambulancia que lo desplazase al hospital siquiátrico.
Desubicado, perdido en un mundo desmesurado y feroz, huyó
a las carreras y no paró hasta que el mar le salió al encuentro. Anochecía. Las
olas ladraban a escasos metros de su posición. Una tristeza imposible de gobernar
le anegaba el corazón.
Entonces pensó en dejarse llevar y arrojar el cuerpo al
agua para salir de allí cuanto antes. Se frenó. Supo al instante que ni
siquiera el mar le daría cobijo en su seno y muy pronto lo estaría escupiendo
de nuevo fuera.
Dios mío, por qué me
has abandonado, por qué, sollozó justo antes de que una mano firme y cálida se posara sobre su
espalda. J lloraba como un niño asolado.
- Tranquilo…tranquilo…todo ha terminado.
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