Rechazaste la imitación, te alejaste de los días iguales.
La ciudad está nerviosa y su corazón late sin ritmo. Apareces y semejas un elefante en retirada
hacia el último escondite. Una vez en tierra, recorriste sin prisa las salas
vacías y contiguas. Contenedores de espacio hueco y mal iluminado. Quién sabe
cuantos pasos hicieron falta para sacarte de allí.
Después, descendiste por la escalera mecánica hasta
arribar a los andenes del metro. A cada instante transcurrido, el aire
respondía ganando densidad y temperamento.
Allí el vagón es como el escenario de un teatrillo. Está
el chico ese alemán que atiende enmudecido a las palabras que no se cansan de
brotar de los labios de su compañera. Viene también la mulata coronada por un
moño imposible, la de la figura artificial. Concurre la pareja de cincuentones entreverados
como adolescentes sobre el asiento.
Es un mundo perfecto y frágil donde cada cual ejecuta su
papel, sin fallas ni repliegues. Pura geología.
Sin que caiga del todo el telón, abandonas el vagón con
paso triste y avanzas en pos del temido exterior. Atraviesas para ello un
corredor aséptico, que bien podría estar alejándote de tu nacimiento y
acercándote a la muerte.
Siéntes, en superficie, el pálpito potente de la
metrópoli retumbando en las paredes de tu sistema circulatorio. Un hombre,
desvencijado sobre la acera, solicita por escrito unas monedas para el menú de
mañana. Lo observas, lo obvias, puede ser que no respire.
Las aceras se funden a negro. Las farolas hablan poco.
Necesitas un hotel. Uno bien grande donde pasar
inadvertido y despertar intacto a la mañana siguiente, después de haber soñado
sueños de otro, sentado sobre la cama, retratado por el sol. Cosas de los
hoteles.
En recepción aceptan tu petición de SOS y corresponden
con una llave en forma de tarjeta y un número de cuatro cifras. La vida está
llena de códigos, todo está codificado.
El hotel es el adecuado, concluyes al perderte por sus
pasillos disfrazados de avenidas en la madrugada.
Abres, te descalzas, abates el cuerpo herido sobre la
cama. Fuera ruge un motor. Dentro, el latido crónico del elefante se va
apagando sin dejar huellas de la perdida.
Ya casi está…
Fotos: Rocío Brage
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