domingo, 28 de julio de 2013

Lúa



Hace miles de millones de años, en un ignoto instante, dicen que un chispazo inició la vida y desde entonces no ha parado de fluir.

Al principio, de la forma más sencilla que uno pueda imaginar. Después, con el paso de los días, el sistema básico fue agregando complejidad sobre complejidad. A partir de pequeños sucesos que habían sobrevivido a una probabilidad cercana a cero, se perseveraba y se ampliaba la diversidad. Sin pausa pero sin prisa. No en vano tenía la vida toda la eternidad por delante.

Parece ser que casi antes de ayer, nos bajamos de los árboles y echamos a caminar por la sabana, salvando mil peligros, escalando en la cadena evolutiva sin descanso, en una huida hacia delante que nos ha traído justo hasta hoy. A la vida ésta que vemos a través de las ventanas, de gentes que ignoran su naturaleza feliz, navegando sobre un mundo confuso, dolido y por veces tan extraño.

El miércoles al atardecer paseaba por las calles de una ciudad al borde de la fiesta, abarrotada de vida incesante. Sin embargo, a mí tergiversada visión la asaltaron señales de alarma: aquella gente parecía dudar en todas las esquinas, alterados, convulsos, perdidos en un hervidero de voces inconsistentes…

Un momento, aquí pasa algo, me dije delante de la vidriera de una cafetería. No se escucha música, no hago más que tropezar con todo el mundo, no cuento dos personas que caminen en la misma dirección…Fue así que reparé en las caras aleladas de los parroquianos al otro lado del cristal, prisioneros de la pantalla de plasma por donde corrían a toda velocidad una sangría de imágenes…

El sonido histérico de una ambulancia me sobresaltó, un tipo con un megáfono pedía paso. Volví a la pantalla de inmediato, atrapado yo también por la carga eléctrica de la imagen. La presentadora atropellaba como podía palabras en la boca y, a sus espaldas, un amasijo de hierros, humo y polvo anunciaba la tragedia sin remedio.

Pronto la imagen dominó sobre el plasma y un horroroso escenario se extendió ante mis ojos. En un lateral, un convoy ferroviario agonizaba contra un talud de cemento, como si fuese un enorme animal herido de muerte.

Eché a caminar aun aturdido, atento a las conversaciones ajenas que me iban regalando una desesperada composición de lugar. Voces y más voces esculpieron el relato.

En una plaza armé la espalda contra una silla y esperé a que me bajase la fiebre. A veces la vida se manifiesta con las formas más convulsas y entonces sí, nos damos cuenta de que estamos vivos.

De repente, el teléfono móvil vibró. Allí llegaba un mensaje transoceánico que me preguntaba cómo estaba, tal vez sospechase mi congoja aun a miles de kilómetros de distancia…

Respondí que bien, todo bien. La siguiente vibración me anunciaba que, en algún lugar de Buenos Aires, hacía casi tanto como el principio de aquellas imágenes de la tragedia, una pequeña hermosura llamada Lúa, acababa de nacer…

Y allí estaba yo, aturdido, incierto, asistiendo a un dramático conteo de vidas perdidas…con una buenaventura que me salvaba la mía.

Volví la vista al teléfono móvil como si fuese una botella de oxigeno. Regresé a la foto reciente de Lúa que, tan frágil y cargada de dulzura, era capaz de aliviar ella sola esa pena y todas las penas.

La vida se va viviendo a tumbos, casi nunca nos damos cuenta de que estamos vivos.

Apenas cuando nos golpean, apenas cuando nos vienen a regalar esperanza a cambio de nada.

Hasta siempre. Bienvenida. Aquí un amigo.


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